![]() Estoy convencido de que una de las principales razones que han llevado a que 76 porciento de los católicos en Estados Unidos no crean en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía es la superficialidad con que se celebra la Santa Misa así como los innumerables y audaces abusos litúrgicos que han proliferado por doquier. En la actualidad, asistir a una celebración litúrgica celebrada correctamente, resulta extraño. Pareciera simple: basta con seguir todas las rúbricas del Misal al pie de la letra. Sin embargo, esto no sucede por regla general. ¿Cómo hacer que la gente crea que en verdad está Cristo presente en la Eucaristía cuando el sentido de reverencia ante lo sagrado no existe? ¿Quién se va a creer que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y sangre de Nuestro Señor cuando sacerdotes, diáconos y ministros extraordinarios de la comunión manipulan las formas con tanta ligereza? ¿Quién se va a tomar en serio que la Misa es el sacrificio eucarístico cuando predominan las bromas en el altar y la atención se centra en los coros a los que se aplaude al final como si fueran los artistas del momento? La crisis de fe que atraviesa la Iglesia en Estados Unidos exige un sentido de reverencia y sacralidad así como la corrección litúrgica, principalmente por parte de los sacerdotes, como celebrantes del sacrificio del altar durante el cual actúan in persona Christi. Sin embargo, cuando son casi tres de cada cuatro los católicos que no creen en la Presencia Real en este país, no sorpenderá aceptar que entre estos, se encuentran también presbíteros y diáconos, que de memoria sabrán recitar todos los dogmas eucarísticos, pero que en su mente no le creen a Cristo cuando dice, “Este es mi cuerpo. Esta es mi sangre”. Estando de viaje en México para la Navidades, como hago cada año, me llevé una gran y grata sorpresa el tercer domingo de Adviento, el de Gaudete. Por primera vez en mi vida, asistí a una parroquia muy cercana a la casa donde crecí. Mis papás llevan poco tiempo asistiendo a Misa en este lugar y mi papá me comentó que me encantaría. Le creí y asistí a misa gustoso. Me llamó la atención el sacerdote al acercarse al altar en la procesión de entrada. Al ver su actitud, concentrado en el altar y no en saludar a los fieles, intuí que se tomaba la Misa en serio. Estuve en lo cierto. Llamó mi atención la forma de incensar el altar, el crucifijo (tres veces), la imagen de la Virgen (dos veces) y del santo patrono (dos veces). Pude observar cómo las moniciones no se leyeron desde el ambón, sino desde un atril separado cual debe ser. La homilía puntual y precisa. La plegaria eucarística me cautivó. La reverencia del sacerdote era notoria y llegaría a su máxima expresión en el momento de la consagración. El celebrante elevó primero la hostia y después el cáliz consagrados y los sostuvo elevados por varios segundos. Se podía percibir el silencio contemplativo de los fieles que ante la aparente inacción, dirigían su atención a la hostia y al cáliz que el sacerdote sostenía con suma reverencia. Me conmovió la delicadeza con la que el padre bajaba la hostia y la colocaba en la patena, con sumo cuidado, como si se le pudiera romper en las manos. Era claro que sabía y sentía que tenía en sus manos no a otro sino a Cristo mismo, realidad que corroboró en las sendas genuflexiones posteriores a las elevaciones. El padre no solo tocó el suelo con la rodilla y se puso de pie al instante. Por el contrario, permaneció en adoración, rodilla al suelo, por varios segundos. Esta reverencia del sacerdote ante el Santísimo que se había hecho presente en sus manos por el poder del Espíritu Santo enviado por el Padre Celestial me provocó un nudo en la garganta. Después de la comunión pude observar por igual el sumo cuidado con el que el padre realizaba la purificación, lo que me hizo dar cuenta de que no quería tomar riesgo alguno de que ninguna partícula del cuerpo o de la sangre de Nuestro Señor fuera salpicada o derramada. Esta resultó la segunda Misa celebrada correctamente de principio a fin, sin errores ni abusos litúrgicos, en que he estado presente en Estados Unidos y en México en más de 10 años. No es que sea yo un crítico litúrgico, que cual crítico de cine, se fija deliberadamente en los pormenores más insignificantes de la Santa Misa para luego comentarlos. Sucede inevitablemente que, a fuerza de hablar y escribir por tantos años en mi apostolado en los medios de comunicación acerca de la Sagrada Liturgia y también de los abusos litúrgicos, que he desarrollado un instinto para seguir inconscientemente las rúbricas del Misal y notar cuando se comete algún error o algún abuso litúrgico. Es como el instinto que he desarrollado como editor de una revista católica para identificar al instante errores de mecanografía, ortografía o redacción. Cada mes debo realizar una revisión exhaustiva de los artículos antes de que la revista sea enviada a la imprenta y a fuerza de revisar tan meticulosamente por tanto tiempo, suelo notar este tipo de errores en cualquier publicación que tenga en mis manos aun cuando no esté concentrado en cazar errores sino en el contenido que estoy leyendo. De la misma forma, fui percatándome de que el sacerdote cumplía al pie de la letra cada una de las rúbricas del misal, incluyendo las posturas de las manos, las inclinaciones corporales -tan omitidas por muchos sacerdotes- durante la plegaria eucarística y los silencios sagrados tras las lecturas, la homilía y la comunión. ¡Sí! El órgano y el cantor guardaron silencio tras la comunión... aunque usted no lo crea. Ciertamente que no me interesa la ortodoxia litúrgica por el afán de cumplir con las rúbricas y las normas de la Instrucción General del Misal Romano. Eso sería farisaico y superficial. Más bien, mi interés y pasión por formar a los fieles para la corrección litúrgica consiste en salvaguardar la sacralidad de los misterios sagrados que suceden en el altar durante la celebración de la Santa Misa. Ciertamente, la celebración impecable de esta Misa ayudó a que la liturgia fuera una verdadera experiencia de Dios. Acabada la Misa me acerqué al sacerdote. Me presenté y le di las gracias por la Eucaristía, además de felicitarlo por la liturgia impecable que había celebrado. Le pedí una entrevista para conversar sobre este tema y amablemente me la concedió. Volví esa semana por la noche y sostuve con el P. Carlos una exquisita conversación en una banca al aire libre, ahondando sobre cada uno de los aspectos que me llamaron la atención en aquella Misa. No me interesaba preguntarle al sacerdote por qué se debe celebrar la Misa correctamente. Más bien, quería escudriñar en su interior y conocer los sentimientos que brotan en el corazón de un sacerdote que se toma tan en serio la Santa Misa, al momento de celebrarla. Y es que, cada vez que dicto mi conferencia A la mesa del Señor, comprendiendo la Santa Misa, hago enfásis en la forma como la celebración eucarística debe ser una experiencia de Dios para cada uno de los fieles, que participan activamente desde su banca, pero nunca había reparado en la experiencia de Dios que es la Eucaristía para el sacerdote que la celebra. Era esta la mejor oportunidad de reflexionar sobre este aspecto, de la mano de un sacerdote mismo. Le propuse al P. Carlos grabar la entrevista en video para mi canal en YouTube, o en audio para mi programa de radio Semillas para la vida. Prefirió que lo hiciera de forma escrita. Cada respuesta que el padre me dio amerita un artículo independiente. Así, comenzaré a transcribir cada respuesta que el P. Carlos compartió conmigo y a hacer un comentario propio en una serie de artículos que, sin duda, serán de mucho provecho para todos aquellos que saben que la Santa Misa es la experiencia de Dios por excelencia. ¡Apasiónate por nuestra fe! _____________________ © Seminans Media & Faith Formation Todos los derechos reservados. Este artículo puede ser publicado en otros medios impresos o digitales únicamente con el permiso expreso del autor., el cual puede solicitar dirigiéndose a semillasparalavida@live.com
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La fe en la presencia de Cristo en la Eucaristía a través de la historia
El reciente estudio del Centro Pew que revela que el 76 por ciento de los católicos en Estados Unidos no cree en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía (79 por ciento en el caso de los católicos latinos en este país) nos lleva a pensar cómo se ha perdido la fe en una realidad crucial para todo creyente. Si Cristo no está presente en la Eucaristía, la misa entera es una farsa. Ante esta falta de fe, nos sorprende la maduración progresiva de la devoción a la Eucaristía en nuestra historia. En el siglo XI se puso atención a la teología de la presencia real de Cristo en el sacramento, afirmándose que está totalmente presente en cada una de las dos especies. Así, se decidió dar la comunión bajo la sola especie del pan. Hasta entonces, los fieles solo habían podido contemplar por breves instantes las especies sagradas. No se atrevían a mirarlas al reconocer su indignidad como pecadores, pero lo hacían a través de un velo. En 1201 surge el toque de campanilla acompañando la elevación mayor, como señal e invitación para venerar el sacramento. Desde finales del siglo XIII, se tañe una campana con el mismo propósito, para que quienes estuvieran ocupados en el campo pudieran dirigir su mirada hacia la iglesia y adorar a Cristo al tiempo que los fieles presentes en el templo. Ese mismo siglo, se dispuso que los sacerdotes, antes de consagrar, levantaran la hostia a la altura del pecho. Tras la consagración, a una altura conveniente para que todos pudieran adorarla. Tal era la devoción por contemplar a Cristo presente en la Eucaristía, que, en ocasiones, se ofrecía al sacerdote una limosna para que mantuviera elevada la hostia por más tiempo. Muchos se contentaban con tan solo tener un atisbo de la hostia elevada. En muchas iglesias no era fácil distinguir la hostia sobre los colores del fondo del retablo, por lo que se corría un velo negro entre el retablo y altar. La elevación influyó en el corte de la casulla. Antes, cubría los brazos hasta las manos. Al levantar el sacerdote los brazos casi verticalmente, la casulla estorbaba. Se fue recortando la parte que cubría los brazos hasta desaparecer. La casulla perdió su carácter de prenda de vestir, adaptada al cuerpo, para convertirse en dos piezas rígidas unidas entre sí por encima de los hombros. La devoción por la contemplación de la Eucaristía durante la elevación condujo a la fiesta del Corpus y la costumbre de la exposición mayor. A fines de la Edad Media, cerca del siglo XV, se impuso la costumbre de inclinar la cabeza en señal de veneración. Los fieles dejaron de mirar la hostia, por lo que el papa Sn. Pío X concedió una indulgencia si durante la elevación se contemplaba y se rezaba la jaculatoria “Señor mío y Dios mío”. Palabras del incrédulo Tomás cuando descubre que en verdad Cristo Resucitado está presente, a las que Jesús responde “Dichosos los que, sin ver, han creído”. (Juan 20,29) Palabras nuestras, con las que afirmamos que creemos en Cristo y que le creemos a Cristo cuando nos asegura, “Este es mi cuerpo. Esta es mi sangre”. ¿Por qué están dejando los católicos en este país de creerle a Jesús? Aún no lo sé. Pero convencido estoy de que el testimonio de fe de los pocos que todavía le creemos, resulta primordial para dar la vuelta a esta situación. Manifestemos pues, nuestra fe conduciéndonos con suma reverencia ante la Presencia Real , majestuosa y misteriosa. Sin afán de lucirnos, que todo el que nos vea, no pueda dudar de que nos conducimos con máximo respeto ante el Santísimo, porque en verdad, Él está presente. ¡Apasiónate por nuestra fe! _____________________ © Seminans Media & Faith Formation Todos los derechos reservados. Este artículo puede ser publicado en otros medios impresos o digitales únicamente con el permiso expreso del autor., el cual puede solicitar dirigiéndose a semillasparalavida@live.com Sobre la falta de fe en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía en Estados Unidos.
Escribo en un restaurante. A mi derecha, comparten mesa cuatro preparatorianos. Más allá, un papá con tres pequeños. Frente a mí, un matrimonio de edad avanzada. A mi izquierda, cenan y conversan dos jovencitas. Cada uno ha llegado a la mesa habiendo escrito una página más en el libro de la vida que Dios le ha regalado. Historias distintas convergen esta noche por una razón que compartimos todos: tenemos hambre y debemos alimentarnos. Todos vienen acompañados porque la comida es un pretexto para saciar otra necesidad fundamental, sentirse acompañados. Alimentarnos y no sentirnos solos. Reunirnos para compartir: la mesa, el pan, la charla, nuestro tiempo. Compartirnos a nosotros mismos. Reunirnos para comer convierte el acto animal de alimentarse para sobrevivir, en un acto humano. Nutrimos nuestro cuerpo con el pan y alimentamos nuestro espíritu con la compañía y la conversación. El Hijo de Dios hecho hombre conoce bien esas dos necesidades vitales para el ser humano: alimentarse y compartir con alguien más. Ha querido hacer de ellas el sacramento más sublime: la Santa Eucaristía. Un banquete en el que Él mismo es anfitrión y alimento. Nos congrega en su mesa y nos sirve un pan convertido en su cuerpo y una copa de vino convertida en su sangre por el Espíritu Santo. Alimento que no se consume en lo individual, sino en comunidad. Sacramento en que nos reunimos para compartir, para darnos a nosotros mismos y así, hacer Iglesia, formando el Cuerpo Místico de Jesucristo. Jesús quiere saciar nuestra hambre dándose en alimento que da vida eterna y provoca una comunión personal con Él. Sacia nuestra necesidad de sentirnos acompañados congregándonos en Iglesia, provocando la comunión comunitaria de su Cuerpo Místico. Un banquete que celebra el Sacrificio Eucarístico del Hijo de Dios que muere en una cruz por el perdón de nuestros pecados y que resucita para que tengamos vida eterna. Como sacramento, la Eucaristía es un signo sensible de Dios invisible. Cristo quiere dejarnos claro que penetra en nosotros y por eso, se nos da como alimento que debemos ingerir. Tan grande es su amor, que se nos da Él todo: cuerpo, sangre, alma y divinidad, en ese milagro de amor tan infinito en que Dios se hace pequeño, tan sencillo y tan humilde, para entrar en nosotros. Tristemente, no todos le creen a Jesús cuando nos asegura, “Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre”. Una reciente encuesta del Centro de Investigaciones Pew revela que, en Estados Unidos, el 76% de los católicos (7 de cada 10) no cree en la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía. Los católicos hispanoparlantes en este país reportan aún menos fe, siendo 79% (4 de cada 5) quienes creen que el pan y el vino consagrados son solo símbolos de Jesús. El domingo siguiente a la publicación de dicho estudio escuché en la homilía, “Ya lo sabíamos. No hay motivo para preocuparse”. ¡Casi me desmayo! ¡Tenemos bastante de qué preocuparnos! Negar la Presencia Real pudiera llegar incluso a ser una herejía. Ese desinterés de muchos sacerdotes en tomar cartas en el asunto desde hace 20 años, cuando sumaban ya 50% los católicos no creyentes en la Eucaristía en este país; una mala catequesis junto a la pobre formación de catequistas; y la proliferación de abusos litúrgicos que han dado al traste con la reverencia ante el Sacrificio Eucarístico, han contribuido a esta falta de fe en el sacramento que debiera ser “centro y culmen de toda vida cristiana”. (Lumen Gentium 11) Los tres de cada 10 que sí creemos que Cristo está presente en ese pan y en ese vino, debemos esforzarnos más que nunca, bajo la dirección de nuestros pastores, en mejorar la catequesis eucarística. Debemos dar testimonio contundente y convincente, con nuestra reverencia ante el Santísimo, sobre todo en la Santa Misa, de que Cristo es real y está presente. ¡Apasiónate por nuestra fe! _____________________ © Seminans Media & Faith Formation Todos los derechos reservados. Este artículo puede ser publicado en otros medios impresos o digitales únicamente con el permiso expreso del autor., el cual puede solicitar dirigiéndose a semillasparalavida@live.com En verdad, cuenta tus bendiciones
En 1985, un terremoto de magnitud 8.1 devastó la Ciudad de México. Miles murieron bajo los escombros de una cantidad espeluznante de edificios que se derrumbaron. Se puso a prueba el temple de todos los habitantes que demostraron su solidaridad ante algo tan terrible. Pocos días después, un señor estacionó su automóvil frente a mi casa. Lo estacionó para siempre. Surgido de la nada, siempre envuelto en un misterio, se convirtió en nuestro vecino. Pasaron los años y el señor vivía en su automóvil. Lo veíamos desde nuestra ventana. Diario sacaba una escoba y barría la acera al lado de su auto como si fuera la de su casa. Pedía a la gente que encontraba que le “prestara un peso”. Juntando pesos, se sostenía. Llamaba la atención su pulcritud. Perfectamente peinado. Siempre de traje y corbata que con el tiempo se hicieron brillosos. Me intrigaba dónde se aseaba, pues no tenía mal olor. Aunque sus conversaciones parecían sensatas, sus relatos eran fantasiosos y no sabía en qué fecha vivía. Cada noche, sacaba un cobertor de su cajuela y dormía en su auto. Alguna vez lo invitamos a pasar la navidad en casa, pero se rehusó. Otra vez le llevamos comida y la rechazó. Unos vándalos rompieron su parabrisas, dejándolo a la intemperie. Sobrevivió varias semanas cubriendo con un plástico hasta que lo pudo cambiar. El coche jamás cambió de posición. Ignoro si servía. Varias veces nos cruzamos y me pedía un peso prestado. La primera vez fue mientras esperaba yo el autobús de la universidad. Sin pensar, como hace uno cuando tanta gente pide limosna y no se puede ayudar a todos, le dije que no tenía. Al instante me di cuenta de que le negaba ayuda a mi vecino que vivía en un coche. Me sentí tan mal. Jamás le volví a negar un peso. Pasaron los años y el señor seguía viviendo en su coche, en su mundo de historias fantasiosas. Seguramente perdió su casa y su familia en el terremoto y se quedó solo con su automóvil. El trauma lo hizo perder noción de la realidad y lo zambulló en ese mundo irreal donde vivía. Era bien educado, sus modales refinados y siempre muy amable al conversar y pedir el peso prestado. Todos los vecinos vivíamos en nuestras casas, rodeando al vecino que dormía en su auto. Todos cambiando de ropa, mientras el traje del vecino se hacía más brilloso. Un día, enfermó. Una vecina le llevó al amanecer caldo de pollo y lo encontró muerto, sentado, con paz en su rostro, abrazando su almohada, dentro de su auto. Llegó la policía, sacó el cuerpo, se llevó el coche y nada quedó. Otro auto llegó y se estacionó donde por más de 20 años fuera el “domicilio” de nuestro vecino que vivía en un coche, borrando para siempre todo rastro de la existencia de un hombre que vivió entre nosotros en la carencia total. No tenía casa, no tenía familia, no tenía siquiera noción de la realidad. Nos acostumbramos a él y se nos hacía tan cotidiano, que nos olvidamos de pensar en sus limitaciones, hasta que murió. Este año, 32 después, también el 19 de septiembre, otro terremoto de magnitud 7.1 derribó decenas de edificios y arrebató la vida a cientos de personas en México y poblados cercanos. Miles lo han perdido todo y se han visto forzados a comenzar de nuevo. Cuenta tus bendiciones. Es común olvidar que tenemos vida, a quién amar y quién nos ame. Acostumbramos quejarnos de todo y queremos acumular más, cuando pocas cosas en verdad importan: cumplir la voluntad de Dios, mantener el amor y la armonía en casa y agradecer al Creador por cada día que nos da. ¡Apasiónate por nuestra fe! _____________________ © Seminans Media & Faith Formation Todos los derechos reservados. Este artículo puede ser publicado en otros medios impresos o digitales únicamente con el permiso expreso del autor., el cual puede solicitar dirigiéndose a semillasparalavida@live.com Tener menos por querer tener más
Si miramos alrededor es posible darnos cuenta de la paradoja humana más constante: Mientras más tenemos, en realidad, tenemos menos. Estamos sometidos a nuestra limitada condición como criaturas. Conscientes de nuestra limitación, suspiramos por nuestra plenitud. Conscientes de nuestra carencia, anhelamos la abundancia. Y así, pasamos la vida tratando de crecer en nuestra pequeñez; tratando de realizarnos en medio de nuestras limitaciones; tratando de poseer aquello que nos hace falta. Pero muchas veces saciamos nuestra sed de ser más en un simple espejismo. Bebemos de aguas que se antojan deslumbrantes, pero que en realidad ni siquiera existen. Y por ello, en vez de saciar nuestra sed, nos quedamos todavía más sedientos, necesitando entonces más y más y más. Suponemos así que para ser más debemos vestir ropa de las marcas que otras personas, igual de sedientas, han querido dar fama de prestigiosas. Visten su cuerpo con estas prendas en tanto que su alma permanece desnuda. Vemos así personas que, según ellas, para ser alguien, deben relacionarse con otras que, igual de sedientas, han querido ganar fama de “importantes”. En sus lugares de trabajo, buscan ser amigos de quienes tienen la más alta autoridad. En sus congregaciones religiosas buscan ser los consentidos de sus superiores. En sus diócesis, buscan hacerse cercanos a los obispos. En su círculo social, buscan cómo codearse con quienes tienen más dinero. Pero al final, mientras más personas importantes conocen, más solas se quedan. Vemos así a personas que, para no quedarse atrás de los demás, deben poseer los últimos electrónicos, el teléfono más avanzado, el televisor más sofisticado o el más moderno aparato de realidad virtual, en tanto que no son capaces de mirar en su propio interior y descubrir que poseer estos avances tecnológicos no los hizo mejores ni peores que nadie. “No te afanes por enriquecerte, deja de preocuparte. Apartas tu mirada y no queda nada, pues echa alas como águila y vuela hasta el cielo.” (Proverbios 23,4-5) Me llama la atención ver las redes sociales, usadas para socializar en efecto, para reencontrarse con viejos amigos de la infancia y para relacionarse con nuevas personas que viven del otro lado del planeta. En todos estos sitios parece que se libra una pugna por ver quién tiene más conocidos, por ver quién cosecha más contactos. Algunos los cuentan por cientos. Otros los cuentan por miles. Porque en el fondo, así de grande es su soledad, así de grande es su necesidad de otros. Amici multis, amicus nemo, decía la sabiduría romana. Quien tiene muchos amigos, no es amigo de nadie. Por muchos contactos que tenga en las redes sociales. Es una realidad que estamos limitados aquí en la tierra. Y es una realidad también que tendemos a la trascendencia porque para ello fuimos creados. Sin embargo, quien tiene sed debe beber del agua verdadera y no de un espejismo ficticio, por más deslumbrante que sea. Estas personas que piensan que necesitan de otras más importantes que ellas, de ropa exclusiva, de teléfonos sofisticados, para ser alguien, es porque han olvidado que para ser alguien basta con ser ellos mismos. En efecto, Dios los creó únicos e irrepetibles y los hizo para alcanzar la plenitud en Dios mismo. Cada quien es único y especial. Es ahí donde el hombre encuentra su grandeza. Como bien confesaba Sn. Agustín a Dios, “Nos hiciste para ti y nuestra alma estará inquieta mientras no descanse en ti.” Solo en Dios encontraremos la plenitud que hace falta a nuestra limitación. Solo con Dios, poseeremos lo que más necesitamos. Solo a través de Dios, trascenderemos de nuestra pequeñez a lo infinito. ¡Apasiónate por nuestra fe! El padre que sabe formar auténticos hijos de Dios
En junio de celebra el Día del Padre en Estados Unidos y en otros países. Si eres padre de familia, es forzoso detenerte a reflexionar en la grandísima misión de la paternidad que Dios te ha encomendado. Es necesario comprender que no hay misión más grande que ser padre para tus hijos; que no hay responsabilidades más fuertes, que las que tienes con tus hijos; que no hay éxito más grande, que ser cabeza de una familia estable, unida y cercana a Dios. Ocuparás cargos importantes, tendrás todo el dinero, recibirás los reconocimientos más prestigiosos, construirás la casa más bonita, pero te garantizo que al final de tus días, solo haber formado una familia unida te dará tranquilidad. Solo haber forjado una familia virtuosa, decente, honesta y amorosa, te dejará morir en paz. Todo lo demás no importa: éxito, dinero, premios y triunfos, de nada le valen a aquel que tiene una familia desunida, desleal e inestable ¡te lo garantizo! De ahí que se justifique recordarte a ti mismo el Día del Padre, la grandísima misión que Dios te ha encomendado: hacer de tu familia, una familia de Dios. Tus hijos dependen en su formación humana de ti. Porque te admiran, te imitan. ¿Quieres que sean respetuosos? Dales el ejemplo tú, siendo respetuoso y respetable. ¿Quieres que sean estudiosos? Dales el ejemplo tú, siendo muy trabajador. Claro, sin anteponer el trabajo a tus hijos y siempre teniendo tiempo para ellos. ¿Quieres que sean buenos esposos? Dales el ejemplo tú, siendo el mejor esposo. No seas tú como los que viven en la oficina resolviendo problemas sin saber siquiera qué problemas afligen a sus hijos. No seas de los que permiten que sus amigos entren en su casa vociferando palabrotas y juramentos frente a su esposa y sus hijos. No seas de los que nunca dan gracias a Dios por los alimentos antes de compartirlos en familia. No seas de los que dan a sus hijos todo lo que piden, porque entonces crecerán con la idea de que todo el mundo está solo para servirlos. No seas de los padres timoratos que temen usar la palabra “malo” o “pecado” para calificar lo que está mal. Al pan, se le llama “pan” y al vino, “vino”, y tus hijos lo deben aprender de ti. No seas tú de los que siempre se ponen en contra de los maestros que corrigen a sus hijos, de los vecinos que se quejan porque sus hijos les han roto un vidrio, de los tíos que les llaman la atención, afirmando que todos les tienen mala voluntad. Sé más bien de los padres que con sus propias manos moldean hombres de bien. De los que forman con su oración hombres de espiritualidad. De los que hacen de sus hijos unos quijotes, capaces de perseguir los ideales más nobles y de defender los más puros amores. De los que con su firmeza forjan hombres viriles, fuertes, puntuales, respetuosos y caballerosos. Que con su ternura forman mujeres seguras de sí mismas, amables, delicadas — que no débiles — y femeninas. En una palabra, sé tú de los que hacen de sus hijos buenos cristianos y virtuosos ciudadanos, verdaderos hombres de Dios. Para ello, la enseñanza más importante que debes dar a tus hijos, es la del amor. Nuestra sociedad parece burlarse de los hombres que saben ser amorosos, que saben querer a los demás, que no temen decir “te quiero” a sus familiares y amigos. ¿Quieres que tus hijos aprendan a conservar sus amistades? Enséñales a decir “te quiero”. ¿Quieres que tus hijos tengan familias estables y duraderas? Enséñales que vale la pena amar. Porque para amar y decir “te quiero”, se necesita ser bien hombre y bien cristiano. ¡Apasiónate por nuestra fe! Son nuestras madres quienes nos enseñan a hablarle a Dios en oración
Uno de los privilegios de que gozan todas las madres, es poner en nuestros labios el nombre de Dios. Ellas nos enseñan a trazar la señal de la cruz, a rezar el Padre Nuestro y a pedir a nuestro ángel custodio su protección. Son nuestras madres quienes nos enseñan a orar. Jesús también aprendió a orar de su madre, María Santísima. Cierto es que acompañaba a José a la sinagoga donde memorizó los salmos. En casa aprendió de él todas las bendiciones que los judíos pronuncian a lo largo del día, comenzando por alabar a Dios por el canto del gallo al amanecer. También de José aprendió a bendecir el pan y a dirigir el Seder en la cena de Pascua. Un día con esas oraciones iniciaría su Última Cena. Pero de María aprendió Jesús la oración más importante: el fiat. La vida de la Virgen estuvo rodeada por el misterio. Los episodios cruciales le resultaban incomprensibles: quedar encinta sin vivir con su esposo todavía y además hacerlo del Espíritu Santo; escuchar profecías sobre su Hijo que no alcanzaba a comprender; buscarlo angustiada por días hasta encontrarlo admirando a los grandes sabios, aprendiendo que para su Hijo primero que nada está su Padre, aun si eso implica separarse de ella sin avisar; lo verá ser juzgado injustamente y morir cruelmente en una cruz, a Él que fue el mejor de los hijos, que ayudó a tantas personas, que se tomaba tan en serio su relación con su Padre Dios. Nada de esto alcanzaba a comprender, así que lo guardaba en su corazón mientras decía confiada “Fiat”, “Hágase tu voluntad aunque yo no la comprenda, aunque me parta de dolor.” Jesús aprendió de María su fiat y lo hizo suyo propio. Para Jesús es tan importante el fiat que aprendió de su madre, que lo enseñó a sus discípulos: “Ustedes oren así: ‘Padre nuestro … hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.’” (Mateo 6,9-10) Y es que esta oración resulta esencial al plan de Dios. Tras escuchar el anuncio del ángel, el destino del universo dependía del fiat de María, de que ella aceptara ser la Madre del Verbo encarnado para que Este pudiera redimirnos. Ella, sin entender, pero confiando plenamente en Dios, le respondió al ángel mensajero, “Fiat”, “hágase en mí según tu palabra”. (Lucas 1,38) Pero se necesitará un fiat definitivo, el de su propio Hijo, para poder consumar el plan de la salvación. En el momento más difícil de su vida en la tierra, orando en el Monte de los Olivos, a pocos minutos de ser aprehendido para ser después juzgado y sentenciado a muerte, Jesús le pide a su Padre lo inesperado, “Si quieres, aparta de mí esta copa.” (Lucas 22,42) El Hijo del Hombre se siente triste a punto de morir y tiene miedo al grado de sudar sangre. No quiere continuar. Pero Jesús recuerda entonces la oración que aprendió de su madre. Y así, por encima del miedo y a pesar de la tristeza, le dice a Dios, “Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. ¡Fiat!” Y con ese acto de abandono total a la voluntad de su Padre, pudo concretarse el plan divino de salvación. Este mayo, mes de María y por extensión, mes de nuestras madres, demos gracias a Dios por los labios de mamá que pusieron en los nuestros las primeras oraciones. Y pidámosle a María, madre nuestra, que nos enseñe, como a su Hijo, a decirle siempre a Dios “Fiat, hágase tu voluntad”, aunque a veces no la comprendamos. ¡Apasiónate por nuestra fe! Pidamos perdón a Dios al pie de la cruz de Cristo Jesús
Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí junto con los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.’” (Lucas 23,33-34) La primera expresión de amor que escuchamos al pie de la cruz es el perdón. Con estas palabras de Jesús, el amor se hace perdón. Perdón para la humanidad caída que necesita volver a ser creada. Sin el perdón, seremos incapaces de comprendernos a nosotros mismos en el amor. Sin el amor, perdemos el sentido de la vida. Porque sin el perdón, entramos en el torbellino de nuestra propia incomprensión. Hemos sido creados para el amor y solo en el amor podemos experimentar las consecuencias del perdón. Por esta razón, si queremos comprendernos a nosotros mismos, con toda nuestra incertidumbre, con nuestra flaqueza o con nuestro pecado, debemos acercarnos a Cristo Jesús. Porque es con estas palabras que Cristo, preocupado por la salvación de todos, para que podamos llegar al conocimiento de la verdad y del amor, le pide a su Padre algo que nosotros mismos no hemos sabido pedir, algo que nos hemos olvidado de pedir, algo que nos rehusamos a pedir: el perdón. Desde la cruz escuchamos estas palabras de Jesús llenas de amor y de misericordia, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Son palabras de súplica. Solo Jesús puede suplicar a su Padre aquello que es salvífico para nosotros. Son palabras de autoridad, porque todo lo que es pedido por Jesús a su Padre, es concedido. ¿Y qué más quisiera Jesús sino la reconciliación entre Dios y su pueblo? La más grande contradicción al plan divino es el hombre dando la espalda al proyecto de su propia salvación. Son también palabras de la misericordia que nos congrega a todos en la comunión. Solo en la comunión es posible reorganizar nuestras vidas. Es por el perdón que encontramos la unidad. Es a través del perdón que podemos alcanzar la comunión. Jesús, colgando de la cruz, no quiere morir sin dejarnos lo que necesitamos a fin de poder vivir en comunión: el perdón. Un perdón que nos llega de lo alto. Nos obtiene del Altísimo un don para nuestra humanidad caída: el perdón. Este Viernes Santo, mientras Cristo agoniza en la cruz, ponte de rodillas a sus pies y cubierto por su sombra, pide a tu Padre Dios que te perdone: Padre, perdóname, porque no sé lo que hago cuando me aparto de ti y cuando me olvido de tu amor. Perdóname Padre, porque sí sé lo que hago cuando miento, cuando ofendo a los demás, cuando busco satisfacer mi egoísmo, cuando lleno mi corazón de indignación y destruyo el amor, la paz y la armonía que quieres que exista siempre entre nosotros como un signo de tu presencia. Padre, perdóname por las tantas veces que me olvido de darte gracias. Padre, perdóname por las tantas veces que ignoro tu presencia en aquellos a quienes más amo, los miembros de mi familia. Padre, perdóname por las tantas veces que ignoro tu dolor en la cruz y busco solo mi placer y satisfacción. Padre, perdóname por las tantas veces que alguien en necesidad extiende su mano y yo, haciéndome a un lado, continúo mi camino. Padre, perdóname por las tantas veces en que condeno a mi prójimo, alegando que mi justicia ciega proviene de ti. Padre, perdóname por las tantas veces que me rehúso a pedirte perdón, evitando el sacramento de la reconciliación. Padre, perdóname por las tantas veces que me rehúso yo mismo a perdonar. Amén. ¡Apasiónate por nuestra fe! La discreción nos permite vivir una cuaresma en intimidad con Dios
El tiempo de cuaresma debe ser un tiempo de recogimiento personal en el desierto. Cuarenta días para emular a Cristo que se preparó en la soledad para su ministerio. Es en el vacío del desierto que se logra la intimidad con Dios. Su silencio favorece el recogimiento. La escasez de alimento nos hace sentir hambre de la Palabra. Su ardiente calor en el día nos provoca una sed de Dios. Sus noches estrelladas nos inspiran a elevar una oración. No es de extrañarse que Jesús haya escogido el desierto para prepararse. Jesús pasó en el desierto 40 días porque el 40 es el número que representa el “tiempo suficiente”. Cuarenta días y 40 noches de diluvio fueron suficientes para renovar la creación. Cuarenta años en el desierto fueron suficientes para formar la nación con que Dios establecería su Alianza. Cuarenta semanas son suficientes para que un bebé sea gestado en el seno de su madre. Cuarenta días de cuaresma deben ser suficientes para prepararnos para vivir el sagrado misterio de la Pasión, muerte y Resurrección en Semana Santa. Una cuaresma eficaz Para que este tiempo fuerte resulte eficaz, es necesaria la intimidad con Dios. Y como toda intimidad, esta exige suma discreción. En la cuaresma, quien alardea, pierde. Quien vive su penitencia en silencio, gana y gana mucho. Jesús mismo dijo a sus discípulos: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar … para ser vistos de los hombres. … Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan. … Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mateo 6,5.16-18) Tan importantes son estas palabras, que nuestra cuaresma arranca con esta lectura en el evangelio de la misa del Miércoles de Ceniza, marcando la pauta a seguir a lo largo de este tiempo fuerte encaminado a nuestra conversión. Sin embargo, a muchos les gusta hacerse notar en cuaresma. Quieren que todos vean su cruz de ceniza en la frente. Incluso se toman una fotografía y la publican en las redes sociales para que todos vean y les aplaudan. O van preguntando a todos, “¿Cuál es tu sacrificio esta cuaresma? ¿A qué estás renunciando?”, entrometiéndose en la vida espiritual de los demás y buscando en respuesta la pregunta, “¿Y tú?” para poder responder “Yo estoy renunciando al chocolate”, o al café o a los dulces o a las galletas, ¡que todos se enteren! La auténtica conversión ¿Será que en verdad renunciar a las golosinas te hace mejor cristiano? Siendo honesto, ¿cuántas cuaresmas has renunciado a ellas y en qué te has vuelto mejor hijo de Dios por dejar de comerlas? Tal vez esa penitencia sea buena para un niño. Pero un adulto en su fe, debería renunciar a cosas más importantes que realmente exigen una conversión: renunciar a los chismes, renunciar a criticar a los demás, renunciar a la impaciencia, renunciar a enojarse por todo, renunciar a indignarse de todo, renunciar a pelearse con todos, renunciar a no perdonar a nadie, renunciar al egoísmo que no quiere compartir, renunciar a la envidia que hace sufrir cuando alguien más goza de algún bien, renunciar a la gula que te ha conducido a ese sobrepeso. ¿A qué debes renunciar para lograr una auténtica conversión? Nadie sabe mejor que tú. Conoces tu falla dominante. Para tener éxito esta cuaresma, enfócate en solo un mal hábito al que debes renunciar. ¡Solo uno! Y penetra en el desierto. Cristo te espera. ¡Apasiónate por nuestra fe! |
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