Tener menos por querer tener más
Si miramos alrededor es posible darnos cuenta de la paradoja humana más constante: Mientras más tenemos, en realidad, tenemos menos. Estamos sometidos a nuestra limitada condición como criaturas. Conscientes de nuestra limitación, suspiramos por nuestra plenitud. Conscientes de nuestra carencia, anhelamos la abundancia. Y así, pasamos la vida tratando de crecer en nuestra pequeñez; tratando de realizarnos en medio de nuestras limitaciones; tratando de poseer aquello que nos hace falta. Pero muchas veces saciamos nuestra sed de ser más en un simple espejismo. Bebemos de aguas que se antojan deslumbrantes, pero que en realidad ni siquiera existen. Y por ello, en vez de saciar nuestra sed, nos quedamos todavía más sedientos, necesitando entonces más y más y más. Suponemos así que para ser más debemos vestir ropa de las marcas que otras personas, igual de sedientas, han querido dar fama de prestigiosas. Visten su cuerpo con estas prendas en tanto que su alma permanece desnuda. Vemos así personas que, según ellas, para ser alguien, deben relacionarse con otras que, igual de sedientas, han querido ganar fama de “importantes”. En sus lugares de trabajo, buscan ser amigos de quienes tienen la más alta autoridad. En sus congregaciones religiosas buscan ser los consentidos de sus superiores. En sus diócesis, buscan hacerse cercanos a los obispos. En su círculo social, buscan cómo codearse con quienes tienen más dinero. Pero al final, mientras más personas importantes conocen, más solas se quedan. Vemos así a personas que, para no quedarse atrás de los demás, deben poseer los últimos electrónicos, el teléfono más avanzado, el televisor más sofisticado o el más moderno aparato de realidad virtual, en tanto que no son capaces de mirar en su propio interior y descubrir que poseer estos avances tecnológicos no los hizo mejores ni peores que nadie. “No te afanes por enriquecerte, deja de preocuparte. Apartas tu mirada y no queda nada, pues echa alas como águila y vuela hasta el cielo.” (Proverbios 23,4-5) Me llama la atención ver las redes sociales, usadas para socializar en efecto, para reencontrarse con viejos amigos de la infancia y para relacionarse con nuevas personas que viven del otro lado del planeta. En todos estos sitios parece que se libra una pugna por ver quién tiene más conocidos, por ver quién cosecha más contactos. Algunos los cuentan por cientos. Otros los cuentan por miles. Porque en el fondo, así de grande es su soledad, así de grande es su necesidad de otros. Amici multis, amicus nemo, decía la sabiduría romana. Quien tiene muchos amigos, no es amigo de nadie. Por muchos contactos que tenga en las redes sociales. Es una realidad que estamos limitados aquí en la tierra. Y es una realidad también que tendemos a la trascendencia porque para ello fuimos creados. Sin embargo, quien tiene sed debe beber del agua verdadera y no de un espejismo ficticio, por más deslumbrante que sea. Estas personas que piensan que necesitan de otras más importantes que ellas, de ropa exclusiva, de teléfonos sofisticados, para ser alguien, es porque han olvidado que para ser alguien basta con ser ellos mismos. En efecto, Dios los creó únicos e irrepetibles y los hizo para alcanzar la plenitud en Dios mismo. Cada quien es único y especial. Es ahí donde el hombre encuentra su grandeza. Como bien confesaba Sn. Agustín a Dios, “Nos hiciste para ti y nuestra alma estará inquieta mientras no descanse en ti.” Solo en Dios encontraremos la plenitud que hace falta a nuestra limitación. Solo con Dios, poseeremos lo que más necesitamos. Solo a través de Dios, trascenderemos de nuestra pequeñez a lo infinito. ¡Apasiónate por nuestra fe!
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El padre que sabe formar auténticos hijos de Dios
En junio de celebra el Día del Padre en Estados Unidos y en otros países. Si eres padre de familia, es forzoso detenerte a reflexionar en la grandísima misión de la paternidad que Dios te ha encomendado. Es necesario comprender que no hay misión más grande que ser padre para tus hijos; que no hay responsabilidades más fuertes, que las que tienes con tus hijos; que no hay éxito más grande, que ser cabeza de una familia estable, unida y cercana a Dios. Ocuparás cargos importantes, tendrás todo el dinero, recibirás los reconocimientos más prestigiosos, construirás la casa más bonita, pero te garantizo que al final de tus días, solo haber formado una familia unida te dará tranquilidad. Solo haber forjado una familia virtuosa, decente, honesta y amorosa, te dejará morir en paz. Todo lo demás no importa: éxito, dinero, premios y triunfos, de nada le valen a aquel que tiene una familia desunida, desleal e inestable ¡te lo garantizo! De ahí que se justifique recordarte a ti mismo el Día del Padre, la grandísima misión que Dios te ha encomendado: hacer de tu familia, una familia de Dios. Tus hijos dependen en su formación humana de ti. Porque te admiran, te imitan. ¿Quieres que sean respetuosos? Dales el ejemplo tú, siendo respetuoso y respetable. ¿Quieres que sean estudiosos? Dales el ejemplo tú, siendo muy trabajador. Claro, sin anteponer el trabajo a tus hijos y siempre teniendo tiempo para ellos. ¿Quieres que sean buenos esposos? Dales el ejemplo tú, siendo el mejor esposo. No seas tú como los que viven en la oficina resolviendo problemas sin saber siquiera qué problemas afligen a sus hijos. No seas de los que permiten que sus amigos entren en su casa vociferando palabrotas y juramentos frente a su esposa y sus hijos. No seas de los que nunca dan gracias a Dios por los alimentos antes de compartirlos en familia. No seas de los que dan a sus hijos todo lo que piden, porque entonces crecerán con la idea de que todo el mundo está solo para servirlos. No seas de los padres timoratos que temen usar la palabra “malo” o “pecado” para calificar lo que está mal. Al pan, se le llama “pan” y al vino, “vino”, y tus hijos lo deben aprender de ti. No seas tú de los que siempre se ponen en contra de los maestros que corrigen a sus hijos, de los vecinos que se quejan porque sus hijos les han roto un vidrio, de los tíos que les llaman la atención, afirmando que todos les tienen mala voluntad. Sé más bien de los padres que con sus propias manos moldean hombres de bien. De los que forman con su oración hombres de espiritualidad. De los que hacen de sus hijos unos quijotes, capaces de perseguir los ideales más nobles y de defender los más puros amores. De los que con su firmeza forjan hombres viriles, fuertes, puntuales, respetuosos y caballerosos. Que con su ternura forman mujeres seguras de sí mismas, amables, delicadas — que no débiles — y femeninas. En una palabra, sé tú de los que hacen de sus hijos buenos cristianos y virtuosos ciudadanos, verdaderos hombres de Dios. Para ello, la enseñanza más importante que debes dar a tus hijos, es la del amor. Nuestra sociedad parece burlarse de los hombres que saben ser amorosos, que saben querer a los demás, que no temen decir “te quiero” a sus familiares y amigos. ¿Quieres que tus hijos aprendan a conservar sus amistades? Enséñales a decir “te quiero”. ¿Quieres que tus hijos tengan familias estables y duraderas? Enséñales que vale la pena amar. Porque para amar y decir “te quiero”, se necesita ser bien hombre y bien cristiano. ¡Apasiónate por nuestra fe! Son nuestras madres quienes nos enseñan a hablarle a Dios en oración
Uno de los privilegios de que gozan todas las madres, es poner en nuestros labios el nombre de Dios. Ellas nos enseñan a trazar la señal de la cruz, a rezar el Padre Nuestro y a pedir a nuestro ángel custodio su protección. Son nuestras madres quienes nos enseñan a orar. Jesús también aprendió a orar de su madre, María Santísima. Cierto es que acompañaba a José a la sinagoga donde memorizó los salmos. En casa aprendió de él todas las bendiciones que los judíos pronuncian a lo largo del día, comenzando por alabar a Dios por el canto del gallo al amanecer. También de José aprendió a bendecir el pan y a dirigir el Seder en la cena de Pascua. Un día con esas oraciones iniciaría su Última Cena. Pero de María aprendió Jesús la oración más importante: el fiat. La vida de la Virgen estuvo rodeada por el misterio. Los episodios cruciales le resultaban incomprensibles: quedar encinta sin vivir con su esposo todavía y además hacerlo del Espíritu Santo; escuchar profecías sobre su Hijo que no alcanzaba a comprender; buscarlo angustiada por días hasta encontrarlo admirando a los grandes sabios, aprendiendo que para su Hijo primero que nada está su Padre, aun si eso implica separarse de ella sin avisar; lo verá ser juzgado injustamente y morir cruelmente en una cruz, a Él que fue el mejor de los hijos, que ayudó a tantas personas, que se tomaba tan en serio su relación con su Padre Dios. Nada de esto alcanzaba a comprender, así que lo guardaba en su corazón mientras decía confiada “Fiat”, “Hágase tu voluntad aunque yo no la comprenda, aunque me parta de dolor.” Jesús aprendió de María su fiat y lo hizo suyo propio. Para Jesús es tan importante el fiat que aprendió de su madre, que lo enseñó a sus discípulos: “Ustedes oren así: ‘Padre nuestro … hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.’” (Mateo 6,9-10) Y es que esta oración resulta esencial al plan de Dios. Tras escuchar el anuncio del ángel, el destino del universo dependía del fiat de María, de que ella aceptara ser la Madre del Verbo encarnado para que Este pudiera redimirnos. Ella, sin entender, pero confiando plenamente en Dios, le respondió al ángel mensajero, “Fiat”, “hágase en mí según tu palabra”. (Lucas 1,38) Pero se necesitará un fiat definitivo, el de su propio Hijo, para poder consumar el plan de la salvación. En el momento más difícil de su vida en la tierra, orando en el Monte de los Olivos, a pocos minutos de ser aprehendido para ser después juzgado y sentenciado a muerte, Jesús le pide a su Padre lo inesperado, “Si quieres, aparta de mí esta copa.” (Lucas 22,42) El Hijo del Hombre se siente triste a punto de morir y tiene miedo al grado de sudar sangre. No quiere continuar. Pero Jesús recuerda entonces la oración que aprendió de su madre. Y así, por encima del miedo y a pesar de la tristeza, le dice a Dios, “Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. ¡Fiat!” Y con ese acto de abandono total a la voluntad de su Padre, pudo concretarse el plan divino de salvación. Este mayo, mes de María y por extensión, mes de nuestras madres, demos gracias a Dios por los labios de mamá que pusieron en los nuestros las primeras oraciones. Y pidámosle a María, madre nuestra, que nos enseñe, como a su Hijo, a decirle siempre a Dios “Fiat, hágase tu voluntad”, aunque a veces no la comprendamos. ¡Apasiónate por nuestra fe! Pidamos perdón a Dios al pie de la cruz de Cristo Jesús
Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí junto con los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.’” (Lucas 23,33-34) La primera expresión de amor que escuchamos al pie de la cruz es el perdón. Con estas palabras de Jesús, el amor se hace perdón. Perdón para la humanidad caída que necesita volver a ser creada. Sin el perdón, seremos incapaces de comprendernos a nosotros mismos en el amor. Sin el amor, perdemos el sentido de la vida. Porque sin el perdón, entramos en el torbellino de nuestra propia incomprensión. Hemos sido creados para el amor y solo en el amor podemos experimentar las consecuencias del perdón. Por esta razón, si queremos comprendernos a nosotros mismos, con toda nuestra incertidumbre, con nuestra flaqueza o con nuestro pecado, debemos acercarnos a Cristo Jesús. Porque es con estas palabras que Cristo, preocupado por la salvación de todos, para que podamos llegar al conocimiento de la verdad y del amor, le pide a su Padre algo que nosotros mismos no hemos sabido pedir, algo que nos hemos olvidado de pedir, algo que nos rehusamos a pedir: el perdón. Desde la cruz escuchamos estas palabras de Jesús llenas de amor y de misericordia, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Son palabras de súplica. Solo Jesús puede suplicar a su Padre aquello que es salvífico para nosotros. Son palabras de autoridad, porque todo lo que es pedido por Jesús a su Padre, es concedido. ¿Y qué más quisiera Jesús sino la reconciliación entre Dios y su pueblo? La más grande contradicción al plan divino es el hombre dando la espalda al proyecto de su propia salvación. Son también palabras de la misericordia que nos congrega a todos en la comunión. Solo en la comunión es posible reorganizar nuestras vidas. Es por el perdón que encontramos la unidad. Es a través del perdón que podemos alcanzar la comunión. Jesús, colgando de la cruz, no quiere morir sin dejarnos lo que necesitamos a fin de poder vivir en comunión: el perdón. Un perdón que nos llega de lo alto. Nos obtiene del Altísimo un don para nuestra humanidad caída: el perdón. Este Viernes Santo, mientras Cristo agoniza en la cruz, ponte de rodillas a sus pies y cubierto por su sombra, pide a tu Padre Dios que te perdone: Padre, perdóname, porque no sé lo que hago cuando me aparto de ti y cuando me olvido de tu amor. Perdóname Padre, porque sí sé lo que hago cuando miento, cuando ofendo a los demás, cuando busco satisfacer mi egoísmo, cuando lleno mi corazón de indignación y destruyo el amor, la paz y la armonía que quieres que exista siempre entre nosotros como un signo de tu presencia. Padre, perdóname por las tantas veces que me olvido de darte gracias. Padre, perdóname por las tantas veces que ignoro tu presencia en aquellos a quienes más amo, los miembros de mi familia. Padre, perdóname por las tantas veces que ignoro tu dolor en la cruz y busco solo mi placer y satisfacción. Padre, perdóname por las tantas veces que alguien en necesidad extiende su mano y yo, haciéndome a un lado, continúo mi camino. Padre, perdóname por las tantas veces en que condeno a mi prójimo, alegando que mi justicia ciega proviene de ti. Padre, perdóname por las tantas veces que me rehúso a pedirte perdón, evitando el sacramento de la reconciliación. Padre, perdóname por las tantas veces que me rehúso yo mismo a perdonar. Amén. ¡Apasiónate por nuestra fe! La discreción nos permite vivir una cuaresma en intimidad con Dios
El tiempo de cuaresma debe ser un tiempo de recogimiento personal en el desierto. Cuarenta días para emular a Cristo que se preparó en la soledad para su ministerio. Es en el vacío del desierto que se logra la intimidad con Dios. Su silencio favorece el recogimiento. La escasez de alimento nos hace sentir hambre de la Palabra. Su ardiente calor en el día nos provoca una sed de Dios. Sus noches estrelladas nos inspiran a elevar una oración. No es de extrañarse que Jesús haya escogido el desierto para prepararse. Jesús pasó en el desierto 40 días porque el 40 es el número que representa el “tiempo suficiente”. Cuarenta días y 40 noches de diluvio fueron suficientes para renovar la creación. Cuarenta años en el desierto fueron suficientes para formar la nación con que Dios establecería su Alianza. Cuarenta semanas son suficientes para que un bebé sea gestado en el seno de su madre. Cuarenta días de cuaresma deben ser suficientes para prepararnos para vivir el sagrado misterio de la Pasión, muerte y Resurrección en Semana Santa. Una cuaresma eficaz Para que este tiempo fuerte resulte eficaz, es necesaria la intimidad con Dios. Y como toda intimidad, esta exige suma discreción. En la cuaresma, quien alardea, pierde. Quien vive su penitencia en silencio, gana y gana mucho. Jesús mismo dijo a sus discípulos: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar … para ser vistos de los hombres. … Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan. … Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mateo 6,5.16-18) Tan importantes son estas palabras, que nuestra cuaresma arranca con esta lectura en el evangelio de la misa del Miércoles de Ceniza, marcando la pauta a seguir a lo largo de este tiempo fuerte encaminado a nuestra conversión. Sin embargo, a muchos les gusta hacerse notar en cuaresma. Quieren que todos vean su cruz de ceniza en la frente. Incluso se toman una fotografía y la publican en las redes sociales para que todos vean y les aplaudan. O van preguntando a todos, “¿Cuál es tu sacrificio esta cuaresma? ¿A qué estás renunciando?”, entrometiéndose en la vida espiritual de los demás y buscando en respuesta la pregunta, “¿Y tú?” para poder responder “Yo estoy renunciando al chocolate”, o al café o a los dulces o a las galletas, ¡que todos se enteren! La auténtica conversión ¿Será que en verdad renunciar a las golosinas te hace mejor cristiano? Siendo honesto, ¿cuántas cuaresmas has renunciado a ellas y en qué te has vuelto mejor hijo de Dios por dejar de comerlas? Tal vez esa penitencia sea buena para un niño. Pero un adulto en su fe, debería renunciar a cosas más importantes que realmente exigen una conversión: renunciar a los chismes, renunciar a criticar a los demás, renunciar a la impaciencia, renunciar a enojarse por todo, renunciar a indignarse de todo, renunciar a pelearse con todos, renunciar a no perdonar a nadie, renunciar al egoísmo que no quiere compartir, renunciar a la envidia que hace sufrir cuando alguien más goza de algún bien, renunciar a la gula que te ha conducido a ese sobrepeso. ¿A qué debes renunciar para lograr una auténtica conversión? Nadie sabe mejor que tú. Conoces tu falla dominante. Para tener éxito esta cuaresma, enfócate en solo un mal hábito al que debes renunciar. ¡Solo uno! Y penetra en el desierto. Cristo te espera. ¡Apasiónate por nuestra fe! A veces Dios nos usa como el pretexto para que otros puedan ser misericordiosos
Estuve a punto de morir. Era enero y un padecimiento de años provocó un paro cardiorrespiratorio. Los médicos lograron estabilizarme tras varias horas. Estudios posteriores mostraron más del 80 por ciento de mis vías respiratorias cerradas o ya inexistentes. Cuando el Papa Francisco anunció el Jubileo de la Misericordia, hice muchos planes para participar. No solo cruzando la Puerta Santa y practicando las obras de misericordia. Como evangelizador y comunicador católico, planeé conferencias aquí y allá. Pensé escribir un libro, ¿Por qué No Puedo Perdonar?, y publicarlo este mismo año. Todo se vino abajo. Habría de pasar los meses siguientes sometido a cinco tratamientos comprobados, que en mí no dieron resultado. Por meses padecí un fuerte dolor día y noche que, reloj en mano, solo desapareció hora y media. Los especialistas estaban asombrados. Mi caso era el más complejo que habían tratado en 25 años. Me apenó cancelar todo. Algunas parroquias ya habían gastado en carteles para anunciar mis conferencias que ya no pudieron ser. El dolor me impedía prepararlas y no tenía fuerzas para pararme frente al público. Mi libro se quedó en el tintero. El dolor impide muchas veces poner en orden las ideas y más plasmarlas en papel. Mi programa de radio Semillas para la Vida sobrevivió de emisiones repetidas de los nueve años anteriores, pues tampoco podía hablar. Mi actividad apostólica quedó reducida a escribir para esta revista que tienes en tus manos. Mi esposa sufría y mis hijos también. Me partía el alma decir que no a mi hijo pequeño cuando me pedía jugar con él. Me dolía no poder ver a mi hijo mayor en su torneo de futbol. Me entristecía ver cuando una lágrima escurría por las mejillas de mi esposa, presa de la angustia tras meses de verme peor cada día. Tenía dos opciones: quejarme y maldecir o sacar provecho de tanto dolor. Pedí a mis amigos compartirme sus problemas para ofrecer mi dolor por ellos. Las peticiones llegaban a cántaros. Y es que todos cargamos una cruz y tener alguien que nos ayude con su dolor mayor a cargarla y darle sentido, siempre nos ayuda. Una señora que se bautizó hace dos años, me abrazó un día y me dijo, “Gracias a tu enfermedad por fin comprendí la fe católica”. Tuvieron que operarme. Cuatro veces en tres semanas. El dolor llegó al máximo. Mi mamá viajó de México para ayudarnos. Mi papá y hermanas rezaban con fervor. El papá de mi ahijada llevaba a mis hijos al colegio. Amigos de la preparatoria ofrecieron ayunos por mí. Una amiga nos hizo de comer. Otra me llevó un día al hospital. Mis dos mejores amigos — uno sacerdote — llamaban diario. Mis tías formaron una cadena de oración que crecía cada día. Descubrí cómo todos ellos podían ser misericordiosos al tener cerca a una persona enferma: Daban de comer al hambriento, oraban por los vivos, visitaban al enfermo, consolaban al afligido, soportaban al que resulta una carga … Para poder ser misericordiosos, necesitamos alguien en necesidad a nuestro lado. A través de mi enfermedad, mis amigos pudieron ser misericordiosos en el Año de la Misericordia. Y yo pude ofrecer mis dolores por cada uno. A veces, Dios nos usa como canales de su misericordia. Otras, hace de nosotros el pretexto para que los demás puedan ser misericordiosos. Tras siete meses, finalmente estoy bien. Dios me concedió la salud tras esta larga prueba. Le doy gracias por haberme sostenido mostrándome su misericordia a través de tantas personas. Fue para mí un Año de la Misericordia diferente a lo que había soñado, pero al final, una experiencia inolvidable. ¡Apasiónate por nuestra fe! Las buenas personas nos permiten confiar en que no todo está perdido
Paseaba por Elliott Bay en Seattle con mis papás, que nos visitaban de México. Iba delante de nosotros una joven rubia, de unos 23 años. Seguramente turista, pues entraba y salía de las tiendas de recuerdos y al caminar miraba hacia todos lados. A nuestro paso, había una mujer indigente, de las que no tienen techo para pasar la noche. Estaba sentada en una banca y no tenía zapatos. Esta joven al verla, se sentó a su lado, se quitó los zapatos y le pidió a la mujer que se los probara. Viendo que le quedaban, se los obsequió y siguió caminando descalza por la acera. Siendo el Año de la Misericordia, mi instinto periodístico de inmediato me impulsó a entrevistarla. Quería saber qué había motivado a esta joven a realizar un gesto tan generoso. Acababa de ser testigo de cómo Dios bendijo a esta mujer que no tenía zapatos a través de una joven de buen corazón. El gozo interior que se siente al hacer el bien Ante quien tiende la mano, la mayoría pasa de largo. Uno que otro da una moneda o algo que le sobra de su almuerzo. Pero quitarse los zapatos y continuar descalza por la calle, era un ejemplo vivo de misericordia que me llenó de esperanza: todavía queda gente buena en este mundo, sigue habiendo jóvenes con corazones generosos capaces de llegar al extremo. Si a su edad esta joven es capaz de conmoverse y obsequiar su propio calzado a quien no lo tiene ¿qué será capaz de hacer cuando tenga 40 años? Pero en ese instante batallábamos con un helado que se nos derretía bajo el calor y al mirar de nuevo al frente, la joven se había desvanecido entre la multitud. No pude hablar con ella. Media hora después la vi de nuevo, formada en la fila de la inmensa rueda de la fortuna en el muelle. La vi de lejos, con los pies descalzos y una sonrisa en sus labios. No era la sonrisa de una turista que se divierte. Era la sonrisa que brota del gozo con que somos premiados cada vez que somos buenos. Siempre que hacemos una obra buena, nos sentimos bien con nosotros mismos, por simples que sean nuestros gestos. Basta con levantar un objeto que se le cayó a alguien, detener una puerta para que pasen quienes vienen detrás o ayudar a que alguien cruce una calle. Toda obra generosa es recompensada con una sensación de gozo. Dios bendice a sus hijos a través de sus hijos mismos Hacer el bien nos dignifica como personas y nos hace parecernos más al Dios que nos creó a su imagen y semejanza. De ahí que nos sintamos gozosos ¿Cómo no iba a sentir esta joven ese gozo interior y a irradiarlo con su sonrisa tras haber sido portadora de la bendición de Dios para aquella mujer que no tenía techo ni calzado? Dios no iba a aparecer de la nada unos zapatos ante ella. Tampoco iba a enviar un ángel del cielo con un par de zapatos. Para bendecir a esta mujer en su carencia, se valdría de una hija suya capaz de abrir su corazón. Dios bendice a sus hijos a través de sus hijos mismos. Por eso nos pide ser misericordiosos. Así sus hijos pueden gozar de su misericordia cuando más la necesitan. Debíamos volver a casa. No pude esperar a que la joven saliera de la rueda de la fortuna para intentar entrevistarla. Ni su nombre supe. Pero su generosidad me estremeció profundamente. Sobre todo, me llenó de esperanza. Todavía hay gente buena y misericordiosa. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mateo 5,3) ¡Apasiónate por nuestra fe! Parte 3 de 3: Cuando la envidia nos vuelve jueces implacables de Dios y de nuestro hermano
En las dos columnas anteriores reflexionamos acerca del proceso de la perdición que desarrolla Jesús a través del hijo pródigo y del proceso del perdón divino a través del padre misericordioso. (Lucas 15,11-24) En esta reflexión final, revisaremos la actitud del hermano mayor, que reacciona con disgusto ante su padre y sin misericordia ante su hermano. “Su hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercaba a la casa, oyó la música y las danzas. Llamó entonces a uno de los criados y le preguntó qué era aquello. Él respondió: ‘Es que ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.’ Él se llenó de ira y no quería entrar. Salió su padre y le rogó que entrase.” (25-28) En vez de la misericordia que hizo reaccionar a su padre con todo su ser y que permitió a su hermano arrepentido recuperar la dignidad, el mayor reacciona “llenándose de ira”. Este sentimiento contrasta el del padre, conmovido desde sus entrañas, ese rehem (seno materno) de donde procede la rehemim (misericordia). En el Antiguo Testamento, la ira reside en la nariz. Una persona furiosa se delata en su respirar violento. Al llenar de ira al hermano mayor en su relato, Jesús da a entender que reaccionó furioso y con gran violencia. En el caso del hermano mayor, la ira marca la resistencia frente al padre y la envidia contra el hermano. Esta rabia se parte en dos trayectorias llenas de veneno. Por una parte, no entiende a su padre. Por otra, manifiesta dureza, un trato soez y un tono ofensivo hacia su hermano. Ira contra su padre “Pero él replicó a su padre: ‘Hace muchos años que te sirvo y jamás dejé de cumplir una orden tuya. Sin embargo, nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos.’” (29) Esta ira surge de la incomprensión ante el comportamiento del padre, que le parece injusto y escandaloso. Se convierte en acusador y su padre misericordioso en acusado. Se siente tan bueno que se cree capaz de juzgar no solo a su hermano, sino también a su padre. Ira contra su hermano “Y ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado.’” (30) La ira es muy peligrosa. Conduce a riñas y peleas; divide a los hombres y puede acabar en acciones sangrientas. Es notable el sitio de donde vuelve a casa el hermano mayor: el campo. Esta ira y este campo evocan forzosamente la ira que sintió en el campo Caín cuando Dios acogió la ofrenda de su hermano Abel. Un hermano que monta en cólera contra su hermano en el campo al grado de matarlo, movido únicamente por la envidia. La envidia consiste en la tristeza por el bien ajeno. Todos los bienes de su padre son suyos, pero se muere de envidia al ver que mata el mejor novillo para su hermano. La misericordia del padre se impone “Pero él replicó: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.’” (31-32) El hijo pródigo ha vuelto a casa arrepentido. El hijo bueno se ha alejado, movido por la envidia. Padre misericordioso, nunca permitas que nos sintamos tan buenos hijos tuyos, que la soberbia nos ciegue y nos llene de envidia ante tu infinita misericordia que derramas sobre nuestros hermanos. ¡Apasiónate por nuestra fe! Parte 2 de 3: El perdón divino y la restauración de la dignidad perdida
En nuestra columna anterior iniciamos una reflexión bíblica sobre la parábola del padre Amoroso. (Lucas 15,11-32) Paso a paso desmenuzamos la caída del hijo pródigo (11-16) y su conversión (17-20), según las desarrolla Jesús en su relato. Ahora nos detendremos a contemplar el proceso del perdón del padre a su hijo que vuelve arrepentido. Tema muy importante este Jubileo de la Misericordia porque a través de este padre Jesús nos explica cómo es la misericordia de Dios. Un padre que perdona con todo su ser “Estando el hijo todavía lejos, lo vio su padre y se conmovió; corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente.” (20) Jesús quiere destacar y dejar claro cómo el padre amoroso reacciona con todo su ser para perdonar a su hijo: Dándose cuenta que viene de regreso, lo ve con sus ojos. Se conmueve, es decir, siente compasión por él. En hebreo, la palabra compasión se dice rahamim, un sentimiento que proviene del rehem, el seno materno. No hay amor más profundo que el que siente una madre por el hijo que lleva en sus entrañas. Con este amor entrañable, con su más profundo amor, reacciona el padre amoroso. Corre con sus piernas y sus pies hacia su encuentro. Se echa a su cuello con sus brazos y sus manos. Finalmente, lo besa con sus labios. Así es la misericordia del padre amoroso que tan pronto descubre que su hijo regresa, reacciona con absolutamente todo su ser. Y esto no le basta, echará la casa por la ventana para celebrar el regreso de su hijo arrepentido. “El hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo’.” (21) Es importante notar cómo aun cuando el padre amoroso ha perdonado ya a su hijo con todo su ser y con el amor más entrañable, permite que su hijo pida perdón. No le tapa la boca. Lo deja confesar su pecado. El padre sabe que es necesario que el hijo se reconozca pecador y que además lo confiese. Porque ama tanto a su hijo, quiere que recupere su paz interior. Para ello, debe desahogarse confesando el pecado que cometió, no solo contra su padre sino también contra Dios. Un padre que devuelve a su hijo la dignidad perdida “Pero el padre dijo a sus siervos. ‘Daos prisa. Traed el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en el dedo y calzadle unas sandalias.’” (22) La desnudez en la Escritura es símbolo de la pérdida de dignidad (Adán y Eva se descubrieron desnudos tras cometer el pecado original). El hijo pródigo había perdido su dignidad al pecar contra el cielo y contra su padre; al haber dejado de ser él mismo para vivir una vida de pecado. Su padre amoroso manda vestirlo con el mejor traje para devolverle así la dignidad que había perdido. Tras violar la ley pidiendo él mismo a su padre que le diera su parte de la herencia, había perdido sus derechos legales. Poniéndole un anillo, el padre le devuelve esos derechos perdidos. Andar descalzo era propio de esclavos. El hijo pródigo se había vuelto esclavo de sus pecados. Había que liberarlo y como símbolo, su padre lo calza con unas sandalias. Vemos como paso a paso, el padre amoroso no solo perdona, sino que restaura la dignidad que su hijo había perdido. Habiendo perdonado y restaurado la dignidad del hijo, el padre amoroso ordena “Traed el novillo cebado y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado’.” (23-24) ¡Apasiónate por nuestra fe! Parte 1 de 3: Los procesos de la perdición y de la conversión
El Evangelio según Sn. Lucas es conocido como “el evangelio de la misericordia”. En él se expresa la misericordia de Dios de una forma bella y elocuente. Basta ver las parábolas de la misericordia que contiene. Una de ellas es un tratado completo sobre la misericordia. Jesús desarrolla los procesos de la perdición, la conversión, el perdón misericordioso de Dios y la envidia que impide ser misericordioso con quien ha fallado, pero se ha arrepentido. Se trata de la parábola del padre misericordioso (que algunos llaman parábola del hijo pródigo). Qué mejor ocasión que este Jubileo Extraordinario de la Misericordia para estudiar esta parábola y reflexionar sobre ella. En este y los siguientes dos artículos de Semillas de la Palabra reflexionaremos sobre cada uno de los personajes de la historia. Comencemos por el hijo pródigo, su caída y su conversión. El proceso de la perdición “Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.’ Y el padre les repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino.” (Lucas 15,11-13) Era la costumbre que el primogénito pidiera su herencia, no el hijo menor. Al pedir la herencia, el hijo pródigo rompe con sus costumbres y con sus leyes. Con su herencia se marcha, abandonando con ello su familia, su hogar, su patria, su cultura. Pierde así su identidad. Deja de ser quien era. Por si fuera poco, se marcha a un país lejano. Es decir, a un país pagano, donde ya no se cree en Dios. Sin padre, sin patria, sin cultura, sin Dios y sin identidad, este muchacho depende solo de su dinero. Y hasta eso pierde malgastándolo como un libertino. “Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una hambruna extrema y comenzó a pasar necesidad. Se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pues nadie le daba nada.” (14-16) A este muchacho, que hasta el dinero había perdido, le queda solo su dignidad. ¡Y la pierde! Buscando cómo sobrevivir se ve forzado a alimentar a los cerdos, que eran considerados por los judíos los animales más impuros. Más bajo no podía caer. Había tocado fondo. Habiendo perdido todo, comienza su proceso de conversión, que Jesús desarrolla paso a paso: El proceso de la conversión “Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, iré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, partió hacia su padre.” (17-20) El muchacho interioriza, acepta y reconoce que ha pecado contra su padre y contra Dios. Se da cuenta de que dejó de ser quien realmente debía ser. Descubre lo que ha perdido y se siente arrepentido. Hace un propósito de enmienda, decidiendo volver a su padre. Decide pedir perdón a su padre y también a Dios. Y lo más importante, no se queda en una buena intención, sino que actúa, se pone en pie y vuelve a casa. Cada paso de este proceso de conversión que desarrolla Jesús es imprescindible para ser merecedores de la misericordia del Padre. En el próximo número reflexionaremos sobre el detallado proceso de la misericordia que desarrolla Jesús en esta parábola. ¡Apasiónate por nuestra fe! |
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