Pidamos perdón a Dios al pie de la cruz de Cristo Jesús
Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí junto con los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.’” (Lucas 23,33-34) La primera expresión de amor que escuchamos al pie de la cruz es el perdón. Con estas palabras de Jesús, el amor se hace perdón. Perdón para la humanidad caída que necesita volver a ser creada. Sin el perdón, seremos incapaces de comprendernos a nosotros mismos en el amor. Sin el amor, perdemos el sentido de la vida. Porque sin el perdón, entramos en el torbellino de nuestra propia incomprensión. Hemos sido creados para el amor y solo en el amor podemos experimentar las consecuencias del perdón. Por esta razón, si queremos comprendernos a nosotros mismos, con toda nuestra incertidumbre, con nuestra flaqueza o con nuestro pecado, debemos acercarnos a Cristo Jesús. Porque es con estas palabras que Cristo, preocupado por la salvación de todos, para que podamos llegar al conocimiento de la verdad y del amor, le pide a su Padre algo que nosotros mismos no hemos sabido pedir, algo que nos hemos olvidado de pedir, algo que nos rehusamos a pedir: el perdón. Desde la cruz escuchamos estas palabras de Jesús llenas de amor y de misericordia, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Son palabras de súplica. Solo Jesús puede suplicar a su Padre aquello que es salvífico para nosotros. Son palabras de autoridad, porque todo lo que es pedido por Jesús a su Padre, es concedido. ¿Y qué más quisiera Jesús sino la reconciliación entre Dios y su pueblo? La más grande contradicción al plan divino es el hombre dando la espalda al proyecto de su propia salvación. Son también palabras de la misericordia que nos congrega a todos en la comunión. Solo en la comunión es posible reorganizar nuestras vidas. Es por el perdón que encontramos la unidad. Es a través del perdón que podemos alcanzar la comunión. Jesús, colgando de la cruz, no quiere morir sin dejarnos lo que necesitamos a fin de poder vivir en comunión: el perdón. Un perdón que nos llega de lo alto. Nos obtiene del Altísimo un don para nuestra humanidad caída: el perdón. Este Viernes Santo, mientras Cristo agoniza en la cruz, ponte de rodillas a sus pies y cubierto por su sombra, pide a tu Padre Dios que te perdone: Padre, perdóname, porque no sé lo que hago cuando me aparto de ti y cuando me olvido de tu amor. Perdóname Padre, porque sí sé lo que hago cuando miento, cuando ofendo a los demás, cuando busco satisfacer mi egoísmo, cuando lleno mi corazón de indignación y destruyo el amor, la paz y la armonía que quieres que exista siempre entre nosotros como un signo de tu presencia. Padre, perdóname por las tantas veces que me olvido de darte gracias. Padre, perdóname por las tantas veces que ignoro tu presencia en aquellos a quienes más amo, los miembros de mi familia. Padre, perdóname por las tantas veces que ignoro tu dolor en la cruz y busco solo mi placer y satisfacción. Padre, perdóname por las tantas veces que alguien en necesidad extiende su mano y yo, haciéndome a un lado, continúo mi camino. Padre, perdóname por las tantas veces en que condeno a mi prójimo, alegando que mi justicia ciega proviene de ti. Padre, perdóname por las tantas veces que me rehúso a pedirte perdón, evitando el sacramento de la reconciliación. Padre, perdóname por las tantas veces que me rehúso yo mismo a perdonar. Amén. ¡Apasiónate por nuestra fe!
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La discreción nos permite vivir una cuaresma en intimidad con Dios
El tiempo de cuaresma debe ser un tiempo de recogimiento personal en el desierto. Cuarenta días para emular a Cristo que se preparó en la soledad para su ministerio. Es en el vacío del desierto que se logra la intimidad con Dios. Su silencio favorece el recogimiento. La escasez de alimento nos hace sentir hambre de la Palabra. Su ardiente calor en el día nos provoca una sed de Dios. Sus noches estrelladas nos inspiran a elevar una oración. No es de extrañarse que Jesús haya escogido el desierto para prepararse. Jesús pasó en el desierto 40 días porque el 40 es el número que representa el “tiempo suficiente”. Cuarenta días y 40 noches de diluvio fueron suficientes para renovar la creación. Cuarenta años en el desierto fueron suficientes para formar la nación con que Dios establecería su Alianza. Cuarenta semanas son suficientes para que un bebé sea gestado en el seno de su madre. Cuarenta días de cuaresma deben ser suficientes para prepararnos para vivir el sagrado misterio de la Pasión, muerte y Resurrección en Semana Santa. Una cuaresma eficaz Para que este tiempo fuerte resulte eficaz, es necesaria la intimidad con Dios. Y como toda intimidad, esta exige suma discreción. En la cuaresma, quien alardea, pierde. Quien vive su penitencia en silencio, gana y gana mucho. Jesús mismo dijo a sus discípulos: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar … para ser vistos de los hombres. … Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan. … Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mateo 6,5.16-18) Tan importantes son estas palabras, que nuestra cuaresma arranca con esta lectura en el evangelio de la misa del Miércoles de Ceniza, marcando la pauta a seguir a lo largo de este tiempo fuerte encaminado a nuestra conversión. Sin embargo, a muchos les gusta hacerse notar en cuaresma. Quieren que todos vean su cruz de ceniza en la frente. Incluso se toman una fotografía y la publican en las redes sociales para que todos vean y les aplaudan. O van preguntando a todos, “¿Cuál es tu sacrificio esta cuaresma? ¿A qué estás renunciando?”, entrometiéndose en la vida espiritual de los demás y buscando en respuesta la pregunta, “¿Y tú?” para poder responder “Yo estoy renunciando al chocolate”, o al café o a los dulces o a las galletas, ¡que todos se enteren! La auténtica conversión ¿Será que en verdad renunciar a las golosinas te hace mejor cristiano? Siendo honesto, ¿cuántas cuaresmas has renunciado a ellas y en qué te has vuelto mejor hijo de Dios por dejar de comerlas? Tal vez esa penitencia sea buena para un niño. Pero un adulto en su fe, debería renunciar a cosas más importantes que realmente exigen una conversión: renunciar a los chismes, renunciar a criticar a los demás, renunciar a la impaciencia, renunciar a enojarse por todo, renunciar a indignarse de todo, renunciar a pelearse con todos, renunciar a no perdonar a nadie, renunciar al egoísmo que no quiere compartir, renunciar a la envidia que hace sufrir cuando alguien más goza de algún bien, renunciar a la gula que te ha conducido a ese sobrepeso. ¿A qué debes renunciar para lograr una auténtica conversión? Nadie sabe mejor que tú. Conoces tu falla dominante. Para tener éxito esta cuaresma, enfócate en solo un mal hábito al que debes renunciar. ¡Solo uno! Y penetra en el desierto. Cristo te espera. ¡Apasiónate por nuestra fe! A veces Dios nos usa como el pretexto para que otros puedan ser misericordiosos
Estuve a punto de morir. Era enero y un padecimiento de años provocó un paro cardiorrespiratorio. Los médicos lograron estabilizarme tras varias horas. Estudios posteriores mostraron más del 80 por ciento de mis vías respiratorias cerradas o ya inexistentes. Cuando el Papa Francisco anunció el Jubileo de la Misericordia, hice muchos planes para participar. No solo cruzando la Puerta Santa y practicando las obras de misericordia. Como evangelizador y comunicador católico, planeé conferencias aquí y allá. Pensé escribir un libro, ¿Por qué No Puedo Perdonar?, y publicarlo este mismo año. Todo se vino abajo. Habría de pasar los meses siguientes sometido a cinco tratamientos comprobados, que en mí no dieron resultado. Por meses padecí un fuerte dolor día y noche que, reloj en mano, solo desapareció hora y media. Los especialistas estaban asombrados. Mi caso era el más complejo que habían tratado en 25 años. Me apenó cancelar todo. Algunas parroquias ya habían gastado en carteles para anunciar mis conferencias que ya no pudieron ser. El dolor me impedía prepararlas y no tenía fuerzas para pararme frente al público. Mi libro se quedó en el tintero. El dolor impide muchas veces poner en orden las ideas y más plasmarlas en papel. Mi programa de radio Semillas para la Vida sobrevivió de emisiones repetidas de los nueve años anteriores, pues tampoco podía hablar. Mi actividad apostólica quedó reducida a escribir para esta revista que tienes en tus manos. Mi esposa sufría y mis hijos también. Me partía el alma decir que no a mi hijo pequeño cuando me pedía jugar con él. Me dolía no poder ver a mi hijo mayor en su torneo de futbol. Me entristecía ver cuando una lágrima escurría por las mejillas de mi esposa, presa de la angustia tras meses de verme peor cada día. Tenía dos opciones: quejarme y maldecir o sacar provecho de tanto dolor. Pedí a mis amigos compartirme sus problemas para ofrecer mi dolor por ellos. Las peticiones llegaban a cántaros. Y es que todos cargamos una cruz y tener alguien que nos ayude con su dolor mayor a cargarla y darle sentido, siempre nos ayuda. Una señora que se bautizó hace dos años, me abrazó un día y me dijo, “Gracias a tu enfermedad por fin comprendí la fe católica”. Tuvieron que operarme. Cuatro veces en tres semanas. El dolor llegó al máximo. Mi mamá viajó de México para ayudarnos. Mi papá y hermanas rezaban con fervor. El papá de mi ahijada llevaba a mis hijos al colegio. Amigos de la preparatoria ofrecieron ayunos por mí. Una amiga nos hizo de comer. Otra me llevó un día al hospital. Mis dos mejores amigos — uno sacerdote — llamaban diario. Mis tías formaron una cadena de oración que crecía cada día. Descubrí cómo todos ellos podían ser misericordiosos al tener cerca a una persona enferma: Daban de comer al hambriento, oraban por los vivos, visitaban al enfermo, consolaban al afligido, soportaban al que resulta una carga … Para poder ser misericordiosos, necesitamos alguien en necesidad a nuestro lado. A través de mi enfermedad, mis amigos pudieron ser misericordiosos en el Año de la Misericordia. Y yo pude ofrecer mis dolores por cada uno. A veces, Dios nos usa como canales de su misericordia. Otras, hace de nosotros el pretexto para que los demás puedan ser misericordiosos. Tras siete meses, finalmente estoy bien. Dios me concedió la salud tras esta larga prueba. Le doy gracias por haberme sostenido mostrándome su misericordia a través de tantas personas. Fue para mí un Año de la Misericordia diferente a lo que había soñado, pero al final, una experiencia inolvidable. ¡Apasiónate por nuestra fe! Las buenas personas nos permiten confiar en que no todo está perdido
Paseaba por Elliott Bay en Seattle con mis papás, que nos visitaban de México. Iba delante de nosotros una joven rubia, de unos 23 años. Seguramente turista, pues entraba y salía de las tiendas de recuerdos y al caminar miraba hacia todos lados. A nuestro paso, había una mujer indigente, de las que no tienen techo para pasar la noche. Estaba sentada en una banca y no tenía zapatos. Esta joven al verla, se sentó a su lado, se quitó los zapatos y le pidió a la mujer que se los probara. Viendo que le quedaban, se los obsequió y siguió caminando descalza por la acera. Siendo el Año de la Misericordia, mi instinto periodístico de inmediato me impulsó a entrevistarla. Quería saber qué había motivado a esta joven a realizar un gesto tan generoso. Acababa de ser testigo de cómo Dios bendijo a esta mujer que no tenía zapatos a través de una joven de buen corazón. El gozo interior que se siente al hacer el bien Ante quien tiende la mano, la mayoría pasa de largo. Uno que otro da una moneda o algo que le sobra de su almuerzo. Pero quitarse los zapatos y continuar descalza por la calle, era un ejemplo vivo de misericordia que me llenó de esperanza: todavía queda gente buena en este mundo, sigue habiendo jóvenes con corazones generosos capaces de llegar al extremo. Si a su edad esta joven es capaz de conmoverse y obsequiar su propio calzado a quien no lo tiene ¿qué será capaz de hacer cuando tenga 40 años? Pero en ese instante batallábamos con un helado que se nos derretía bajo el calor y al mirar de nuevo al frente, la joven se había desvanecido entre la multitud. No pude hablar con ella. Media hora después la vi de nuevo, formada en la fila de la inmensa rueda de la fortuna en el muelle. La vi de lejos, con los pies descalzos y una sonrisa en sus labios. No era la sonrisa de una turista que se divierte. Era la sonrisa que brota del gozo con que somos premiados cada vez que somos buenos. Siempre que hacemos una obra buena, nos sentimos bien con nosotros mismos, por simples que sean nuestros gestos. Basta con levantar un objeto que se le cayó a alguien, detener una puerta para que pasen quienes vienen detrás o ayudar a que alguien cruce una calle. Toda obra generosa es recompensada con una sensación de gozo. Dios bendice a sus hijos a través de sus hijos mismos Hacer el bien nos dignifica como personas y nos hace parecernos más al Dios que nos creó a su imagen y semejanza. De ahí que nos sintamos gozosos ¿Cómo no iba a sentir esta joven ese gozo interior y a irradiarlo con su sonrisa tras haber sido portadora de la bendición de Dios para aquella mujer que no tenía techo ni calzado? Dios no iba a aparecer de la nada unos zapatos ante ella. Tampoco iba a enviar un ángel del cielo con un par de zapatos. Para bendecir a esta mujer en su carencia, se valdría de una hija suya capaz de abrir su corazón. Dios bendice a sus hijos a través de sus hijos mismos. Por eso nos pide ser misericordiosos. Así sus hijos pueden gozar de su misericordia cuando más la necesitan. Debíamos volver a casa. No pude esperar a que la joven saliera de la rueda de la fortuna para intentar entrevistarla. Ni su nombre supe. Pero su generosidad me estremeció profundamente. Sobre todo, me llenó de esperanza. Todavía hay gente buena y misericordiosa. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mateo 5,3) ¡Apasiónate por nuestra fe! Parte 3 de 3: Cuando la envidia nos vuelve jueces implacables de Dios y de nuestro hermano
En las dos columnas anteriores reflexionamos acerca del proceso de la perdición que desarrolla Jesús a través del hijo pródigo y del proceso del perdón divino a través del padre misericordioso. (Lucas 15,11-24) En esta reflexión final, revisaremos la actitud del hermano mayor, que reacciona con disgusto ante su padre y sin misericordia ante su hermano. “Su hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercaba a la casa, oyó la música y las danzas. Llamó entonces a uno de los criados y le preguntó qué era aquello. Él respondió: ‘Es que ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.’ Él se llenó de ira y no quería entrar. Salió su padre y le rogó que entrase.” (25-28) En vez de la misericordia que hizo reaccionar a su padre con todo su ser y que permitió a su hermano arrepentido recuperar la dignidad, el mayor reacciona “llenándose de ira”. Este sentimiento contrasta el del padre, conmovido desde sus entrañas, ese rehem (seno materno) de donde procede la rehemim (misericordia). En el Antiguo Testamento, la ira reside en la nariz. Una persona furiosa se delata en su respirar violento. Al llenar de ira al hermano mayor en su relato, Jesús da a entender que reaccionó furioso y con gran violencia. En el caso del hermano mayor, la ira marca la resistencia frente al padre y la envidia contra el hermano. Esta rabia se parte en dos trayectorias llenas de veneno. Por una parte, no entiende a su padre. Por otra, manifiesta dureza, un trato soez y un tono ofensivo hacia su hermano. Ira contra su padre “Pero él replicó a su padre: ‘Hace muchos años que te sirvo y jamás dejé de cumplir una orden tuya. Sin embargo, nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos.’” (29) Esta ira surge de la incomprensión ante el comportamiento del padre, que le parece injusto y escandaloso. Se convierte en acusador y su padre misericordioso en acusado. Se siente tan bueno que se cree capaz de juzgar no solo a su hermano, sino también a su padre. Ira contra su hermano “Y ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado.’” (30) La ira es muy peligrosa. Conduce a riñas y peleas; divide a los hombres y puede acabar en acciones sangrientas. Es notable el sitio de donde vuelve a casa el hermano mayor: el campo. Esta ira y este campo evocan forzosamente la ira que sintió en el campo Caín cuando Dios acogió la ofrenda de su hermano Abel. Un hermano que monta en cólera contra su hermano en el campo al grado de matarlo, movido únicamente por la envidia. La envidia consiste en la tristeza por el bien ajeno. Todos los bienes de su padre son suyos, pero se muere de envidia al ver que mata el mejor novillo para su hermano. La misericordia del padre se impone “Pero él replicó: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.’” (31-32) El hijo pródigo ha vuelto a casa arrepentido. El hijo bueno se ha alejado, movido por la envidia. Padre misericordioso, nunca permitas que nos sintamos tan buenos hijos tuyos, que la soberbia nos ciegue y nos llene de envidia ante tu infinita misericordia que derramas sobre nuestros hermanos. ¡Apasiónate por nuestra fe! Parte 2 de 3: El perdón divino y la restauración de la dignidad perdida
En nuestra columna anterior iniciamos una reflexión bíblica sobre la parábola del padre Amoroso. (Lucas 15,11-32) Paso a paso desmenuzamos la caída del hijo pródigo (11-16) y su conversión (17-20), según las desarrolla Jesús en su relato. Ahora nos detendremos a contemplar el proceso del perdón del padre a su hijo que vuelve arrepentido. Tema muy importante este Jubileo de la Misericordia porque a través de este padre Jesús nos explica cómo es la misericordia de Dios. Un padre que perdona con todo su ser “Estando el hijo todavía lejos, lo vio su padre y se conmovió; corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente.” (20) Jesús quiere destacar y dejar claro cómo el padre amoroso reacciona con todo su ser para perdonar a su hijo: Dándose cuenta que viene de regreso, lo ve con sus ojos. Se conmueve, es decir, siente compasión por él. En hebreo, la palabra compasión se dice rahamim, un sentimiento que proviene del rehem, el seno materno. No hay amor más profundo que el que siente una madre por el hijo que lleva en sus entrañas. Con este amor entrañable, con su más profundo amor, reacciona el padre amoroso. Corre con sus piernas y sus pies hacia su encuentro. Se echa a su cuello con sus brazos y sus manos. Finalmente, lo besa con sus labios. Así es la misericordia del padre amoroso que tan pronto descubre que su hijo regresa, reacciona con absolutamente todo su ser. Y esto no le basta, echará la casa por la ventana para celebrar el regreso de su hijo arrepentido. “El hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo’.” (21) Es importante notar cómo aun cuando el padre amoroso ha perdonado ya a su hijo con todo su ser y con el amor más entrañable, permite que su hijo pida perdón. No le tapa la boca. Lo deja confesar su pecado. El padre sabe que es necesario que el hijo se reconozca pecador y que además lo confiese. Porque ama tanto a su hijo, quiere que recupere su paz interior. Para ello, debe desahogarse confesando el pecado que cometió, no solo contra su padre sino también contra Dios. Un padre que devuelve a su hijo la dignidad perdida “Pero el padre dijo a sus siervos. ‘Daos prisa. Traed el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en el dedo y calzadle unas sandalias.’” (22) La desnudez en la Escritura es símbolo de la pérdida de dignidad (Adán y Eva se descubrieron desnudos tras cometer el pecado original). El hijo pródigo había perdido su dignidad al pecar contra el cielo y contra su padre; al haber dejado de ser él mismo para vivir una vida de pecado. Su padre amoroso manda vestirlo con el mejor traje para devolverle así la dignidad que había perdido. Tras violar la ley pidiendo él mismo a su padre que le diera su parte de la herencia, había perdido sus derechos legales. Poniéndole un anillo, el padre le devuelve esos derechos perdidos. Andar descalzo era propio de esclavos. El hijo pródigo se había vuelto esclavo de sus pecados. Había que liberarlo y como símbolo, su padre lo calza con unas sandalias. Vemos como paso a paso, el padre amoroso no solo perdona, sino que restaura la dignidad que su hijo había perdido. Habiendo perdonado y restaurado la dignidad del hijo, el padre amoroso ordena “Traed el novillo cebado y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado’.” (23-24) ¡Apasiónate por nuestra fe! Parte 1 de 3: Los procesos de la perdición y de la conversión
El Evangelio según Sn. Lucas es conocido como “el evangelio de la misericordia”. En él se expresa la misericordia de Dios de una forma bella y elocuente. Basta ver las parábolas de la misericordia que contiene. Una de ellas es un tratado completo sobre la misericordia. Jesús desarrolla los procesos de la perdición, la conversión, el perdón misericordioso de Dios y la envidia que impide ser misericordioso con quien ha fallado, pero se ha arrepentido. Se trata de la parábola del padre misericordioso (que algunos llaman parábola del hijo pródigo). Qué mejor ocasión que este Jubileo Extraordinario de la Misericordia para estudiar esta parábola y reflexionar sobre ella. En este y los siguientes dos artículos de Semillas de la Palabra reflexionaremos sobre cada uno de los personajes de la historia. Comencemos por el hijo pródigo, su caída y su conversión. El proceso de la perdición “Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.’ Y el padre les repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino.” (Lucas 15,11-13) Era la costumbre que el primogénito pidiera su herencia, no el hijo menor. Al pedir la herencia, el hijo pródigo rompe con sus costumbres y con sus leyes. Con su herencia se marcha, abandonando con ello su familia, su hogar, su patria, su cultura. Pierde así su identidad. Deja de ser quien era. Por si fuera poco, se marcha a un país lejano. Es decir, a un país pagano, donde ya no se cree en Dios. Sin padre, sin patria, sin cultura, sin Dios y sin identidad, este muchacho depende solo de su dinero. Y hasta eso pierde malgastándolo como un libertino. “Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una hambruna extrema y comenzó a pasar necesidad. Se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pues nadie le daba nada.” (14-16) A este muchacho, que hasta el dinero había perdido, le queda solo su dignidad. ¡Y la pierde! Buscando cómo sobrevivir se ve forzado a alimentar a los cerdos, que eran considerados por los judíos los animales más impuros. Más bajo no podía caer. Había tocado fondo. Habiendo perdido todo, comienza su proceso de conversión, que Jesús desarrolla paso a paso: El proceso de la conversión “Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, iré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, partió hacia su padre.” (17-20) El muchacho interioriza, acepta y reconoce que ha pecado contra su padre y contra Dios. Se da cuenta de que dejó de ser quien realmente debía ser. Descubre lo que ha perdido y se siente arrepentido. Hace un propósito de enmienda, decidiendo volver a su padre. Decide pedir perdón a su padre y también a Dios. Y lo más importante, no se queda en una buena intención, sino que actúa, se pone en pie y vuelve a casa. Cada paso de este proceso de conversión que desarrolla Jesús es imprescindible para ser merecedores de la misericordia del Padre. En el próximo número reflexionaremos sobre el detallado proceso de la misericordia que desarrolla Jesús en esta parábola. ¡Apasiónate por nuestra fe! Para la mayoría de la gente, la palabra Apocalipsis es sinónimo de catástrofe, de una etapa de destrucción. Por ello, muchos quieren encontrar en el Libro de la Revelación una descripción del cataclismo que ha de poner fin a nuestra historia. Esta errada idea, basada en no otra cosa que la ignorancia bíblica, y apoyada por las producciones cinematográficas y las interpretaciones tendenciosas que sobre el libro hacen diversas sectas, provoca en la gente no solo confusión, sino peor aún, miedo y angustia.
Ciertamente que el Apocalipsis presenta un relato trágico, en cuanto a que hace referencia concreta a la persecución de la naciente iglesia por el Imperio Romano. Pero el objetivo fundamental es más bien ilustrar cómo pese a esta persecución, el reino de Dios prevalecerá. De esta forma, el libro del Apocalipsis es en verdad un mensaje de buenas noticias. Se trata de un conjunto de revelaciones expresadas bajo el género literario apocalíptico, que se caracteriza por la abundancia de simbolismos que hay que descifrar. Para el estudioso de este libro, no resulta tan complicado vislumbrar fuertes semejanzas entre los símbolos usados en la Revelación de Juan, y otros textos bíblicos, sobre todo el libro de Daniel. Pero incluso sin adentrarse en las profundidades de la exégesis, basta una cuidadosa lectura para percibir el mensaje alentador de este libro: a lo largo del escrito, el autor del Apocalipsis –que se identifica a sí mismo como Juan-, expone siete bienaventuranzas. No sólo una, sino siete, nada menos que el número que representa la totalidad. Así pues, es posible entender que el libro es un texto de total bienaventuranza. “Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella”. En este artículo mostraré las siete bienaventuranzas del Apocalipsis, con un breve análisis que espero sirva al lector para comprender mejor su mensaje. Para desarrollar mi escrito, he empleado el texto de la Edición Española de la Biblia de Jerusalén. Las siete bienaventuranzas que se encuentran a lo largo del Apocalipsis, son las siguientes: 1,3: Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca. 14,13: Luego oí una voz que decía desde el cielo: «Escribe: Dichosos los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, sí –dice el Espíritu–, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan.» 16,15: Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela y conserve sus vestidos, para no andar desnudo y que se vean sus vergüenzas. 19,9: Luego me dice: «Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero.» Me dijo además: «Estas son palabras verdaderas de Dios.» 20,6: Dichoso y santo el que participa en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre éstos, sino que serán Sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años. 22,7: Mira, vengo pronto. Dichoso el que guarde las palabras proféticas de este libro. 22,14: Dichosos los que laven sus vestiduras, así podrán disponer del árbol de la Vida, y entrarán por las puertas en la Ciudad. Primera Bienaventuranza Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca. (1,3) Así termina el autor el prólogo a las profecías que habrá de desarrollar. Una frase alentadora, que de inmediato deja sentir el gozo que se puede lograr al leer, escuchar, y poner en práctica lo prescrito en el resto del documento. Esta idea de gozo es opuesta al sentimiento de angustia que mencionaba al inicio de este artículo. Si se tratara en verdad de un texto descriptivo de los horrores que el hombre ha de padecer, las primeras palabras del autor serían de advertencia sin lugar a dudas, mas nunca de bienaventuranza. Los primeros versículos presentan pues, los parámetros bajos los cuales se ha de interpretar el resto del libro. El libro en conjunto está en consecuencia bajo el signo de la bienaventuranza. Lo que el autor del Apocalipsis ha de describir y revelar no pretende infundir inquietud ante la amplitud de la crisis, sino que por el contrario busca compartir la convicción de que la condición de discípulo de Cristo supone un llamado a la felicidad. El escrito está sembrado de promesas de felicidad para los que observen “las palabras de esta profecía”. Segunda Bienaventuranza Luego oí una voz que decía desde el cielo: «Escribe: Dichosos los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, sí –dice el Espíritu–, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan.» (14,13) Esta bienaventuranza es fácil de comprender: el contraste entre el castigo de los impíos y el descanso que espera a los fieles. Tercera Bienaventuranza Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela y conserve sus vestidos, para no andar desnudo y que se vean sus vergüenzas. (16,15) Esta bienaventuranza se encuentra en el noveno capítulo del libro, que habla sobre “Las Siete Copas de la Ira de Dios” (15,1-6,21). Estas copas son derramadas por siete ángeles, y al derramarse la sexta copa sobre el Éufrates, sus aguas se secan para preparar el camino a los reyes de Oriente, refiriéndose el autor a los Partos. Este pueblo fue un arduo enemigo para el Imperio Romano (criticado constantemente en el Apocalipsis, por su encarnada persecución al cristianismo), y el autor lo usa como prototipo de los invasores terrenos que amenazarán siempre a los imperios humanos. Este pasaje concluye con la convocatoria de todos los reyes del mundo a reunirse en el lugar llamado en hebreo Harmaguedón (16,16b), es decir, en el monte de Meguiddó, donde murió el rey Josías. (2 R 23, 29s). Por ello, esta ciudad de la llanura que rodea la cadena del Carmelo, es usada como símbolo de desastre para los ejércitos que allí se reúnan (Za 12,11). Ante estos acontecimientos, Juan se vale de una glosa (v.15) para hacer eco a la advertencia de Cristo sobre la necesidad de “vigilar”: “Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa. Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre.” (Mt 24, 42-44). La actualización del versículo es sencilla: la muerte ha de venir, pero bienaventurado será el que viva cerca de Dios, pues no quedará en el desamparo. Cuarta Bienaventuranza Luego me dice: «Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero.» Me dijo además: «Estas son palabras verdaderas de Dios.» (19,9) La perícopa de los “Cantos triunfales en el cielo” (19) expresa el júbilo en el cielo tras la caía de Babilonia. Primero con un himno que concluye diciendo “¡Amén! ¡Aleluya!” (4d) y luego con un cántico que manifiesta su alegría porque un mundo nuevo va a comenzar: “Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura –el lino son las buenas acciones de los santos-” (19,7-8). La literatura apocalíptica siempre se refiere a un momento histórico específico, aunque siendo un mensaje de inspiración divina, siempre puede actualizare por todos los tiempos. En el caso concreto del Apocalipsis de Juan, el texto se ocupa de la persecución de la naciente iglesia por el Imperio Romano, representado entre otras formas por Babilonia, la Célebre Ramera (recomiendo la lectura de mi artículo al respecto de este tema, La célebre Ramera de Apocalipsis 17). Pero de la misma forma que en los inicios de la iglesia, imperios y poderes van siendo derrotados por Cristo y sus seguidores, y las grandes Babilonias de todos los tiempos seguirán cayendo, pues su maldad y abuso, su deseo de lujo y desmedida acumulación de riquezas, sus persecuciones injustas, las llevarán a su ruina. Pero en medio y a pesar de todo, el reino de Dios y las bodas del Cordero han sido también una realidad patente a lo largo de nuestra historia, motivos que siguen haciendo estallar al pueblo de Dios en gritos de júbilo. La iglesia, que es la esposa (pueblo de Dios), está lista para la boda definitiva, gracias al mismo Cordero que la desposa. Bienaventurado sea el que esté invitado a participar de estas bodas. Y para que no quede duda, esta bienaventuranza es palabra verdadera de Dios, tal como indica el autor (cf 19,9b) Quinta Bienaventuranza Dichoso y santo el que participa en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre éstos, sino que serán Sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años. (20,6) Esta bienaventuranza se ubica dentro de uno de los pasajes más complicados de entender en el Apocalipsis, “El Reino de Mil Años”. Por ello, creo conveniente ahondar un poco en el análisis de la perícopa a fin de que la bienaventuranza tenga mejor sentido, y entender de paso cuáles interpretaciones del pasaje no resultan satisfactorias. Luego vi unos tronos, y se sentaron en ellos, y se les dio el poder de juzgar; vi también las almas de los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús y la Palabra de Dios, y a todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron la marca en su frente o en su mano; revivieron y reinaron con Cristo mil años. Los demás muertos no revivieron hasta que se acabaron los mil años. Es la primera resurrección. Dichoso y santo el que participa en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre éstos, sino que serán Sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años. (20,4-6) La Bestia de quien se habla es nuevamente el Imperio Romano, que exigía el culto a la diosa Roma y al dios César. Los cristianos al no tener más que un Dios verdadero, se rehusaban a este culto, y por ello fueron perseguidos y martirizados. Todos ellos al morir siendo fieles a Jesús, culminan sentados en tronos, según la visión de Juan. Esta es la primera resurrección, y bienaventurado sea quien participa de ella por tres razones: (1) no sufrirán la segunda muerte, es decir, la muerte eterna; (2) serán sacerdotes de Dios; y (3) reinarán con Cristo por mil años. El resto de los que han muerto no revivieron hasta terminar estos mil años. Este pasaje del Apocalipsis tiene fuerte relación con Ezequiel, cuyo capítulo 37 habla de la “resurrección simbólica” de los huesos secos. Al respecto de los mil años, existen diferentes opiniones. San Agustín por ejemplo, opinaba que los mil años comienzan con la resurrección de Cristo, por lo que la primera resurrección designaría el bautismo. También existen interpretaciones milenaristas literales. El milenarismo puede dividirse en estricto y mitigado. Milenarismo estricto es el que admite un reinado triunfal de Cristo durante mil años, antes del juicio final. En este reinado estarían incluidos los cristianos que lograron la “primera resurrección”. Este tipo de milenarismo es declarado por nuestra iglesia como doctrina temeraria (es decir, no apoyada en datos reales) y errónea. El milenarismo mitigado por su parte, opina que Cristo, antes del juicio final, previo o no la resurrección de muchos justos, ha de venir visiblemente para reinar en la tierra. La Congregación de la Doctrina de la Fe ha declarado que el milenarismo mitigado no puede enseñarse con seguridad. Sea como fuere, el hecho es que el que rechaza el culto a cualquier imperio terreno (llámese poder, hedonismo, o materialismo) por preferir al Reino de Cristo, será bienaventurado porque habrá de resucitar y permanecer con Cristo para siempre. Sexta Bienaventuranza Mira, vengo pronto. Dichoso el que guarde las palabras proféticas de este libro. (22,7) La Jerusalén Futura, cuarta y última parte del Libro de La Revelación, enmarca como contexto amplio esta bienaventuranza. El versículo sexto explica: «Estas palabras son ciertas y verdaderas; el Señor Dios, que inspira a los profetas, ha enviado a su Ángel para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto.» (22,6) Se entabla un diálogo final entre el Ángel (o quizás Jesús) y Juan, el receptor de la visión. En este diálogo se comentan las visiones que se han registrado en el libro y el uso que de ellas ha de hacerse. Muy similar en su sentido a la primera bienaventuranza del Apocalipsis, que sirvió como apertura al mensaje, esta otra prepara el final del libro, dejando claro el sentido de gozo para el que guarde lo que se ha escrito. Recordando mi opinión al respecto de la primera bienaventuranza, en este caso final, si el libro del Apocalipsis tratara de desastres, no terminaría el autor expresando una bienaventuranza para el que guarde estas profecías, sino que por el contrario, más bien expresaría un lamento por su destino, recordando como ejemplo de este caso en la lamentación de Jesús sobre Jerusalén (Lc 19,41-44) al anticipar su destrucción que ocurriría en el año 70. Séptima Bienaventuranza Dichosos los que laven sus vestiduras, así podrán disponer del árbol de la Vida, y entrarán por las puertas en la Ciudad. (22,14) El capítulo 22, último del Apocalipsis, describe la nueva Creación: Luego me mostró el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan su fruto doce veces, una vez cada mes y sus hojas sirven de medicina para los gentiles. Y no habrá ya maldición alguna. (22,1-3a) En una palabra, el Cielo, donde habrá una vida sin término. El definitivo y perfecto reino de Dios. Y de este reino podrán ser parte aquellos que hayan lavado sus vestiduras, que se hayan purificado de sus pecados, como expresa la bienaventuranza. Resulta impactante la dureza del versículo siguiente a esta bienaventuranza: « ¡Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras, y todo el que ame y practique la mentira! » (22,15) Me llama la atención el hecho de que los que participen del reino podrán disponer del árbol de la Vida, de aquél mismo árbol que Yahvé quiso preservar intacto en el Génesis, tras la caída de nuestros primeros padres. Nos narra la tradición yahvista en el libro del Génesis, que en medio del jardín del Edén Dios había sembrado dos árboles especiales: el árbol de la Vida, y el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Yahvé prohibió a Adán y Eva comer del fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, pero ambos lo hicieron, y habiéndolos expulsado del jardín del Edén, puso Dios la llama de una espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida (Gn 3,24c) porque cuidado, no alargue (el hombre) su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre. (Gn 3,22b) El árbol de la vida es simplemente el símbolo de la vida eterna, pero me llama la atención la bella manera en que el mismo símbolo es usado como hilo conductor que corre de principio a fin, cuando el hombre cae (en el Génesis) y cuando el hombre entra al reino de Dios (en el Apocalipsis). El árbol de la vida (eterna) que quedó privado para el hombre al principio de la historia de la Salvación, queda accesible nuevamente para él, al culminarse esta historia. Conclusión Tras este recorrido “exegético” (o sobrevuelo, diría yo) por las siete bienaventuranzas que expresa el Apocalipsis, sólo hay que dar el siguiente paso, que para la fe del cristiano tiene mayor relevancia: la meditación de cada una de las bienaventuranzas, a fin de hacerlas actuales y participar de ellas. Después de meditar sobre las bienaventuranzas del Apocalipsis, no me queda más que repetir junto con su autor: Dice el que da testimonio de todo esto: «Sí, vengo pronto. » ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén! (22,20-21) © Mauricio Israel Pérez López Referencias bibliográficas EDICION ESPAÑOLA DE LA BIBLIA DE JERUSALEN. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998. Prévost, J., PARA LEER EL APOCALIPSIS, 2ª edición. Verbo Divino. Navarra, 1998. Carrillo, S., EL APOCALIPSIS, 2ª edición. Instituto de Pastoral Bíblica, México, 1998. ================== Escrito para “Revista de Apologética”, Roma, 2002. (c) 2002-2011 Seminans Media and Faith Formation. 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