[EL SIGUIENTE ARTÍCULO FUE ESCRITO A PETICIÓN DE LOS PADRES ORATORIANOS DE SAN FELIPE NERI, PARA PUBLICARLO EN POLACO EN POLONIA, CON MOTIVO DEL XLV ANIVERSARIO DEL PONTIFICADO DE SAN JUAN PABLO II]
¡Era enero de 1979. Acababa yo de cumplir 8 años y estudiaba el 2o año de primaria. Por primera vez, el Papa electo unos meses antes, en octubre, hacía un viaje apostólico. Su destino, mi país: México. Viajó para participar en la conferencia de los obispos de América Latina. Hasta ese momento, el mundo no estaba acostumbrado a ver a los papas viajar. Para Juan Pablo II, este viaje sería un parteaguas en su incipiente pontificado. En México descubriría el llamado del Señor a ir por todo el mundo, como mandó a sus Apóstoles antes de ascender al cielo. Con el tiempo, sería reconocido como “el Papa peregrino”. El día que Juan Pablo II llegó a la Ciudad de México, 26 de enero, todo era expectación y algarabía. Hay que recordar que en ese tiempo no había internet ni redes sociales, por lo que la información y fotos de los papas era escasa, para nada tan cotidiana como lo es hoy. De modo que la forma de conocer al Papa era verlo en televisión o mejor todavía, salir a la calle y verlo pasar. A todos sorprendió su gesto de humildad y buena voluntad cuando descendió del avión y besó el suelo mexicano. Ese habría de ser su sello personal cada vez que viajara después a cualquier país por vez primera. Al llegar de la escuela, pude verlo en televisión con mi familia, celebrando la Misa en la Catedral Metropolitana. De ahí, se trasladaría a la nunciatura apostólica y su ruta pasaba a unas cuadras de mi casa. Un autobús de pasajeros fue adaptado. Se le retiró el techo y se colocó un pedestal donde Su Santidad podía ir de pie bendiciendo a toda la gente. Fue esa la primera versión de lo que después sería el papamóvil. Millones de mexicanos corrimos a las calles para verlo pasar. Mis papás y mis abuelos sacaron bancos de la cocina para que pudiéramos pararnos en ellos dos de mis hermanas menores y yo. Mi hermana menor era una bebé de cinco meses apenas. Nos colocamos en la esquina de nuestra calle. Había muchísima gente alrededor. De pronto, se escuchaban gritos de la gente que se hacían más cercanos. Pasó un policía en su motocicleta y después otros más y de pronto ¡ahí estaba! ¡El Papa Juan Pablo II! Tenía una sonrisa llena de ternura y una mirada penetrante. De pie en su autobús descapotado, sostenido de una barra con la mano izquierda, con la derecha volteaba a un lado y al otro bendiciéndonos. La gente gritaba con emoción “¡VIVA EL PAPA!, ¡VIVA EL PAPA!”. Yo escuchaba a mi abuelo, que estaba a mi lado, gritar igual que los demás. Yo quería gritar, pero no podía. La emoción me paralizaba y no podía decir nada. Literalmente, Juan Pablo II me dejó mudo. Sentía en mi corazón como si Jesús mismo estuviera pasando frente a mí. Incluso al escribir estas líneas, 44 años después, mi piel se estremece y mis ojos están bañados en lágrimas. Fue amor a primera vista. El Papa se enamoró de México y los mexicanos de Juan Pablo II. Nos dijo palabras que resonaron: “De mi Patria se suele decir: Polonia Semper fidelis. Yo quiero poder decir también: Mexico Semper fidelis! ¡México siempre fiel!” Además, nos hablaba en el español casi perfecto que aprendió cuando era un joven poeta con tal de disfrutar los poemas de San Juan de la Cruz, reconocido como el mejor poeta de la lengua hispana. Pudimos verlo una vez más y mi sensación fue la misma. A mis 8 años, esos efímeros encuentros con Juan Pablo II me habían dado la plena convicción de que valía la pena ser católico y vivir como tal. Desde entonces, me he tomado mi fe muy en serio. Su partida fue triste y a la vez, emocionante. El Papa nos pidió subir a las azoteas y despedirlo con espejos cuando su vuelo despegara. El piloto sobrevoló la ciudad dos veces y al pasar sobre nuestras casas, todos apuntábamos nuestros espejos hacia el avión. Después, partió… Juan Pablo II se quedó en mi corazón de una forma muy especial. Era el inicio de una amistad in pectore que duraría toda la vida. Los miércoles por la noche, no me perdía en el noticiero el reporte semanal que daba desde el Vaticano la corresponsal mexicana Valentina Alazraki, destacada periodista que llegó a ser entrañable amiga de Juan Pablo II. Fue así que me enteraba de lo que hacía, decía y enseñaba y ya en la preparatoria, comencé a leer sus encíclicas. La segunda vez que volvió a México, tenía 19 años y estudiaba en la universidad. Era 1990 y estábamos en exámenes finales. Eso no me detuvo para salir a las calles una vez más. Y una vez más, me pasó lo mismo. La gente ahora gritaba “¡JUAN PABLO II TE QUIERE TODO EL MUNDO!”, pero yo no podía. Me quedaba mudo y mi corazón latía a mil por hora. Su dulce mirada al pasar me estremecía hasta lo más profundo. Fue entonces que comprendí el poder de la sombra de San Pedro que refiere Lucas en Los Hechos de los Apóstoles (5,15). En la universidad, entre clase y clase, escuchaba en una radio de audífonos todos los eventos del Papa. Así escuché el encuentro de Juan Pablo II con los jóvenes, en el que nos dijo, “Lleváis en vuestras manos, como frágil tesoro, la esperanza del futuro… No perdáis la esperanza, sois peregrinos de la esperanza”. Siempre recordé esas palabras y más adelante, cuando en otro encuentro con los jóvenes el Papa nos dijo, “Ustedes son la esperanza de la Iglesia. Ustedes son mi esperanza”, me las tomé a pecho para siempre. Me prometí que no defraudaría yo al Papa. Es así que he dedicado gran parte de mi tiempo, desde mi juventud, al apostolado catequético de adultos. Dejé de ser niño y joven. Era ya un adulto de 28 años. Poco antes de casarme, en enero de 1999, el Papa regresó a México. Ya se le veía anciano y cansado, pero imparable. Esa vez lo vi por las calles más que nunca, varias veces junto con Lulú, mi prometida. Lo confieso, en más de una ocasión llegué tarde a la oficina porque prefería ir a pararme cerca de la nunciatura para verlo pasar al salir hacia su primer evento del día. Al pasar, la gente le gritaba “¡JUAN PABLO, HERMANO, YA ERES MEXICANO!” En un emotivo evento en el Estado Azteca, donde se han jugado dos inauguraciones y dos finales de la Copa del Mundo, en 1970 y 1986, el Papa nos dijo palabras que nunca olvidamos: “Hoy puedo decir: ¡Tú eres mexicano!”. La mañana que volvió a Roma, me paré cerca de la nunciatura. Estaba yo rodeado de hombres de saco y corbata, pues de ahí nos iríamos a trabajar. Cuando salió el papamóvil, la única forma de ver al Papa, por última vez, era saltando por encima de la multitud. Pasó algo muy curioso y a la vez muy bonito. Sin pensarlo y sin pedir permiso, comenzamos a saltar apoyándonos en los hombros de los dos que teníamos al lado para llegar más alto. Al caer, los de al lado hacían lo mismo apoyándose en nuestros hombros. Y así, como pistones que subían y bajaban, de saco y corbata todos, saltando y ayudándonos a saltar, pudimos despedirlo. No fui a la oficina como debía. Preferí correr a mi casa para ver por televisión su despedida en el aeropuerto. Juan Pablo II recordó la letra de una canción y nos dejó a todos con lágrimas en los ojos: “Me voy, pero no me voy. Me voy pero no me ausento, porque de corazón me quedo”. A unas semanas de casarme, durante ese viaje del Papa tomé la decisión de que mi primer hijo varón se llamaría Juan Pablo, para que un día, cuando Karol Wojtyla fuera al cielo y fuera santo —no tenía yo duda de que lo sería—, mi hijo tuviera un gran patrono que velara por él. Nos casamos en febrero y en junio nos mudamos a Estados Unidos, donde hemos vivido desde entonces. Tres años después, en 2002, nació en febrero nuestro hijo y su nombre fue Juan Pablo. El Papa anunció entonces que iría a México en junio para canonizar a Juan Diego, a quien se apareció la Virgen de Guadalupe. Su Santidad le guardaba un especial amor pues su tez morena le recordaba a su amada Virgen Negra de Cheztochowa. Decidimos entonces viajar a México y llevar a nuestro pequeño Juan Pablo para que el Papa lo bendijera al pasar por las calles. Así lo hicimos y me impactó ver que siempre sucedió lo mismo. Nos parábamos en la acera rodeados de miles de personas, bajo el calor del verano, aguardando horas a que pasara el Papa en su papamóvil. Después de tanto tiempo, nuestro bebé estaba desesperado, llorando a todo pulmón por el calor y la incomodidad que le generaba estar rodeado de tanta gente gritando. Cada vez que se acercaba el papamóvil, la gente comenzaba a gritar con más fuerza y nuestro pequeño Juan Pablo lloraba con más desesperación. Pero al pasar el Papa Juan Pablo II frente a nosotros, nuestro bebé entraba en una paz instantánea a pesar de que los gritos de la gente estaban al máximo en ese instante. En cada encuentro con el Papa, nuestro bebé entró en paz luego de llorar desesperado. Sin duda, él mismo sentía la sombra de San Pedro, que lo cubría al pasar por la calle. Sabía yo que esa sería la última vez que vería al Papa en persona. Él también sabía que era su despedida de México. Fue triste verlo partir en su avión por última vez. Pero más triste fue el día que murió, 2 de abril de 2005. Como millones de personas en el mundo, estuve pegado al televisor más de 24 horas viendo lo que sucedía en la Plaza de San Pedro, hasta que el Cardenal Leonardo Sandri anunció que Juan Pablo II había fallecido. Fue ese el día más triste de toda mi vida. Me enamoré de Juan Pablo II a los 8 años, a los 19 me hizo decidirme a dedicar mi vida al apostolado, a punto de casarme, renovó mi convicción en mi fe católica y siendo padre, bendijo y dio paz a mi bebé que llevaba su nombre. Mi vida personal, mi vida de fe y mi vida apostólica estuvieron marcadas por las visitas del Papa a México y por sus enseñanzas a lo largo de su pontificado. Acababa de nacer mi segundo hijo, Marcos Iván en 2006, cuando un sacerdote redentorista me invitó a dirigir con él una peregrinación a Polonia “siguiendo los pasos del papa peregrino”. Fuimos a Cheztochowa y a la basílica de la Divina Misericordia. Disfruté cada instante recorriendo su departamento en Wadowice, imaginando cómo vivía con su padre y su hermano y me senté un largo rato a contemplar el techo de la iglesia donde lo bautizaron, apreciando las pinturas que representan cada una de sus encíclicas. Por supuesto, ¡no me fui de ahí sin probar un delicioso kremówka papiezka! El postre preferido del Papa. Fuimos a Kalwaria Zebrzydowska, como hacía Karol Wojtyła con su padre y también a la catedral de Cracovia, que fuera su catedral como arzobispo. En ese viaje, Juan Pablo II habría de conducirme hacia otro santo polaco en lo que marcaría para mí un parteaguas en mi apostolado: San Maximiliano Kolbe. El penúltimo día en Polonia pude contemplar la celda en que murió en Auschwitz y sentí algo muy fuerte en mi corazón, sin saber qué era. Al día siguiente, celebramos la misa en la capilla que construyó Maximiliano en Niepokalanow, donde él celebraba misa y fe ahí que sentí el llamado a consagrarme a la Inmaculada Concepción y formar parte de la Milicia de la Inmaculada. Es desde entonces que he ejercido mi apostolado de evangelización a través de la radio, la prensa escrita y la internet, siguiendo el ejemplo de Maximiliano Kolbe. Esa peregrinación a Polonia culminó en Roma, visitando la tumba original de Juan Pablo II en la cripta de la Basílica de San Pedro. Pudimos visitarla después de celebrar la misa a las 7 de la mañana. Todavía no estaba abierta al público y pude rezar ante ella por largo rato. Nunca olvidaré cómo, ante el sepulcro de Juan Pablo II, sentía en mi interior exactamente lo mismo que sentí cada vez que lo vi pasar por las calles en México. Al día siguiente, habría de conocer a Benedicto XVI y fue como un cambio de estafeta. Juan Pablo II me había preparado para dedicar el resto de mi vida a un apostolado de evangelización en los medios de comunicación, que iniciaría ahora bajo el pontificado de Benedicto XVI, para ahora continuar con el Papa Francisco. Mi historia personal con San Juan Pablo II ha sido una historia de amistad entrañable, profundo amor y mucho aprendizaje. Fue Juan Pablo II quien me enseñó a vivir apasionado por nuestra fe. _____________ Mauricio Pérez es ingeniero en sistemas electrónicos, periodista y escritor. Trabaja en una compañía de tecnología de redes de computadoras y se dedica a la evangelización a través de los medios de comunicación como apostolado. Ha recibido cinco premios nacionales de periodismo católico en Estados Unidos. Nació en México y vive en Estados Unidos desde 1999 con su esposa y sus dos hijos.
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