A veces Dios nos usa como el pretexto para que otros puedan ser misericordiosos
Estuve a punto de morir. Era enero y un padecimiento de años provocó un paro cardiorrespiratorio. Los médicos lograron estabilizarme tras varias horas. Estudios posteriores mostraron más del 80 por ciento de mis vías respiratorias cerradas o ya inexistentes. Cuando el Papa Francisco anunció el Jubileo de la Misericordia, hice muchos planes para participar. No solo cruzando la Puerta Santa y practicando las obras de misericordia. Como evangelizador y comunicador católico, planeé conferencias aquí y allá. Pensé escribir un libro, ¿Por qué No Puedo Perdonar?, y publicarlo este mismo año. Todo se vino abajo. Habría de pasar los meses siguientes sometido a cinco tratamientos comprobados, que en mí no dieron resultado. Por meses padecí un fuerte dolor día y noche que, reloj en mano, solo desapareció hora y media. Los especialistas estaban asombrados. Mi caso era el más complejo que habían tratado en 25 años. Me apenó cancelar todo. Algunas parroquias ya habían gastado en carteles para anunciar mis conferencias que ya no pudieron ser. El dolor me impedía prepararlas y no tenía fuerzas para pararme frente al público. Mi libro se quedó en el tintero. El dolor impide muchas veces poner en orden las ideas y más plasmarlas en papel. Mi programa de radio Semillas para la Vida sobrevivió de emisiones repetidas de los nueve años anteriores, pues tampoco podía hablar. Mi actividad apostólica quedó reducida a escribir para esta revista que tienes en tus manos. Mi esposa sufría y mis hijos también. Me partía el alma decir que no a mi hijo pequeño cuando me pedía jugar con él. Me dolía no poder ver a mi hijo mayor en su torneo de futbol. Me entristecía ver cuando una lágrima escurría por las mejillas de mi esposa, presa de la angustia tras meses de verme peor cada día. Tenía dos opciones: quejarme y maldecir o sacar provecho de tanto dolor. Pedí a mis amigos compartirme sus problemas para ofrecer mi dolor por ellos. Las peticiones llegaban a cántaros. Y es que todos cargamos una cruz y tener alguien que nos ayude con su dolor mayor a cargarla y darle sentido, siempre nos ayuda. Una señora que se bautizó hace dos años, me abrazó un día y me dijo, “Gracias a tu enfermedad por fin comprendí la fe católica”. Tuvieron que operarme. Cuatro veces en tres semanas. El dolor llegó al máximo. Mi mamá viajó de México para ayudarnos. Mi papá y hermanas rezaban con fervor. El papá de mi ahijada llevaba a mis hijos al colegio. Amigos de la preparatoria ofrecieron ayunos por mí. Una amiga nos hizo de comer. Otra me llevó un día al hospital. Mis dos mejores amigos — uno sacerdote — llamaban diario. Mis tías formaron una cadena de oración que crecía cada día. Descubrí cómo todos ellos podían ser misericordiosos al tener cerca a una persona enferma: Daban de comer al hambriento, oraban por los vivos, visitaban al enfermo, consolaban al afligido, soportaban al que resulta una carga … Para poder ser misericordiosos, necesitamos alguien en necesidad a nuestro lado. A través de mi enfermedad, mis amigos pudieron ser misericordiosos en el Año de la Misericordia. Y yo pude ofrecer mis dolores por cada uno. A veces, Dios nos usa como canales de su misericordia. Otras, hace de nosotros el pretexto para que los demás puedan ser misericordiosos. Tras siete meses, finalmente estoy bien. Dios me concedió la salud tras esta larga prueba. Le doy gracias por haberme sostenido mostrándome su misericordia a través de tantas personas. Fue para mí un Año de la Misericordia diferente a lo que había soñado, pero al final, una experiencia inolvidable. ¡Apasiónate por nuestra fe!
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Revista Digital "Semillas
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