Tener menos por querer tener más
Si miramos alrededor es posible darnos cuenta de la paradoja humana más constante: Mientras más tenemos, en realidad, tenemos menos. Estamos sometidos a nuestra limitada condición como criaturas. Conscientes de nuestra limitación, suspiramos por nuestra plenitud. Conscientes de nuestra carencia, anhelamos la abundancia. Y así, pasamos la vida tratando de crecer en nuestra pequeñez; tratando de realizarnos en medio de nuestras limitaciones; tratando de poseer aquello que nos hace falta. Pero muchas veces saciamos nuestra sed de ser más en un simple espejismo. Bebemos de aguas que se antojan deslumbrantes, pero que en realidad ni siquiera existen. Y por ello, en vez de saciar nuestra sed, nos quedamos todavía más sedientos, necesitando entonces más y más y más. Suponemos así que para ser más debemos vestir ropa de las marcas que otras personas, igual de sedientas, han querido dar fama de prestigiosas. Visten su cuerpo con estas prendas en tanto que su alma permanece desnuda. Vemos así personas que, según ellas, para ser alguien, deben relacionarse con otras que, igual de sedientas, han querido ganar fama de “importantes”. En sus lugares de trabajo, buscan ser amigos de quienes tienen la más alta autoridad. En sus congregaciones religiosas buscan ser los consentidos de sus superiores. En sus diócesis, buscan hacerse cercanos a los obispos. En su círculo social, buscan cómo codearse con quienes tienen más dinero. Pero al final, mientras más personas importantes conocen, más solas se quedan. Vemos así a personas que, para no quedarse atrás de los demás, deben poseer los últimos electrónicos, el teléfono más avanzado, el televisor más sofisticado o el más moderno aparato de realidad virtual, en tanto que no son capaces de mirar en su propio interior y descubrir que poseer estos avances tecnológicos no los hizo mejores ni peores que nadie. “No te afanes por enriquecerte, deja de preocuparte. Apartas tu mirada y no queda nada, pues echa alas como águila y vuela hasta el cielo.” (Proverbios 23,4-5) Me llama la atención ver las redes sociales, usadas para socializar en efecto, para reencontrarse con viejos amigos de la infancia y para relacionarse con nuevas personas que viven del otro lado del planeta. En todos estos sitios parece que se libra una pugna por ver quién tiene más conocidos, por ver quién cosecha más contactos. Algunos los cuentan por cientos. Otros los cuentan por miles. Porque en el fondo, así de grande es su soledad, así de grande es su necesidad de otros. Amici multis, amicus nemo, decía la sabiduría romana. Quien tiene muchos amigos, no es amigo de nadie. Por muchos contactos que tenga en las redes sociales. Es una realidad que estamos limitados aquí en la tierra. Y es una realidad también que tendemos a la trascendencia porque para ello fuimos creados. Sin embargo, quien tiene sed debe beber del agua verdadera y no de un espejismo ficticio, por más deslumbrante que sea. Estas personas que piensan que necesitan de otras más importantes que ellas, de ropa exclusiva, de teléfonos sofisticados, para ser alguien, es porque han olvidado que para ser alguien basta con ser ellos mismos. En efecto, Dios los creó únicos e irrepetibles y los hizo para alcanzar la plenitud en Dios mismo. Cada quien es único y especial. Es ahí donde el hombre encuentra su grandeza. Como bien confesaba Sn. Agustín a Dios, “Nos hiciste para ti y nuestra alma estará inquieta mientras no descanse en ti.” Solo en Dios encontraremos la plenitud que hace falta a nuestra limitación. Solo con Dios, poseeremos lo que más necesitamos. Solo a través de Dios, trascenderemos de nuestra pequeñez a lo infinito. ¡Apasiónate por nuestra fe!
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